Revista Argumentos (ISSN: 2525-0469)
Núm. 18 2024, pp. 1-18
Sección: Artículos
Centro de Perfeccionamiento Ricardo C. Núñez [En Línea]
http://revistaargumentos.justiciacordoba.gob.ar/ - DOI: 10.5281/zenodo.12523102
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Entre la autonomía y el auto-respeto

Hacia una explicación liberal del valor moral del consentimiento en el contrato de donación*


Between autonomy and self-respect

Towards a liberal explanation of the moral value of consent in the donation contract


Matías Parmigiani**


(…) todo el esfuerzo de nuestra moral tiende a suprimir el patronazgo inconsciente e injurioso del rico ‘limosnero’”

(M. Mauss, Ensayo sobre el don)



Resumen: ¿En qué circunstancias requerimos el consentimiento ajeno para actuar justificadamente? De acuerdo a una larga tradición, el consentimiento sería necesario fundamentalmente cuando el acto que vamos a realizar corre el riesgo de afectar negativamente el interés de otra persona, mas no cuando las intenciones que nos impulsan poseen un carácter prima facie benéfico. Pero si ese es típicamente el caso, ¿por qué nuestros sistemas de derecho contractual exigen que las donaciones sean consentidas, siendo que una gran parte de ellas simplemente procuran beneficiar a sus destinatarios/as? Para responder este interrogante, el presente trabajo propone transitar un trayecto lógico compuesto de dos etapas: una primera etapa, en donde buscará precisarse por qué es moralmente importante que las donaciones sean consentidas; y una segunda etapa, en donde buscará comprenderse por qué no es menos importante que lo sean por vía contractual. Detrás de ambas etapas subyace una misma hipótesis explicativa, referida al valor liberal de la autonomía humana y del auto-respeto implicado en la misma, dos nociones que aquí se entenderán en un sentido estrictamente rawlsiano.


Palabras clave: Autonomía, Auto-respeto, Consentimiento, Contrato, Donación, Liberalismo rawlsiano.



Abstract: Under what circumstances are we required to obtain other people’s consent in order to act justifiably? A long-standing tradition has it that consent must be mainly in place when the act to be carried out has the potential of hindering someone’s interests, but not necessarily when its most seeming intention is prima facie beneficial. However, an intriguing double question arises: Why is it that our contract-law systems subject donations to the same consensual condition? Aren’t they supposed to be carried out for the sole benefit of their own recipients? To address this double question, the present paper proposes a logical two-step approach. In the first stage, it seeks to specify why it is morally important that donations become consensual. In the second stage, it explores why it no less crucial that they become contract-based. The common hypothesis underpinning both argumentative stages is that most of the justificatory work to be done in this area rests on two fundamental pillars: the liberal value of autonomy and the basic good of self-respect implied by it, two notions that will be here understood in a strictly Rawlsian sense.


Keywords: Autonomy, Self-respect, Consent, Contract, Donation, Rawlsian liberalism.


















































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* Fecha de recepción: 21/12/2023 Fecha de aprobación: 18/03/2024

** Doctor en Filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba. Actualmente, se desempeña como Investigador Adjunto de CONICET (IDEJUS-UNC/CONICET) y como docente de Ética y Filosofía en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales (Universidad Nacional de Córdoba) y en la Universidad Siglo 21.

E-mail: matias.parmigiani@unc.edu.ar. https://orcid.org/0000-0002-5462-5781.

1. Introducción: un trayecto lógico en dos etapas


Tradicionalmente, se ha dicho que el consentimiento cumple una función transformadora, tornando bueno, menos malo, justo, aceptable o irreprochable lo que de otro modo sería lisa y llanamente malo, peor, injusto, inaceptable o reprochable. Si un acto no fuera incorrecto [wrongful], sostiene A. Ripstein (2009), no se requeriría del consentimiento (p. 71), marcando una posición que suscriben numerosos autores en la actualidad (al respecto, véase Bullock, 2018; Hurd, 1996; Koch, 2018; Manson, 2018; Schaber, 2018; Schnüriger, 2018; Wertheimer, 2018) (además, véase Parmigiani, 2017; 2020).1


Paralelamente, también, se ha dicho que el consentimiento no siempre es necesario. Quienes suponen lo contrario, piensan Beyleveld y Brownsword (2007), incurren en la “falacia de la necesidad” (p. 15; p. 242), la cual consiste en asumir que, a menos que se invoque el consentimiento de un agente, el acto, arreglo o medida que lo tiene de destinatario aparecerá injustificado o encerrará alguna clase de incorrección moral. En palabras del propio Brownsword (2004), la falacia se daría al pensar que allí “donde no hay consentimiento, debe haber un agravio [a wrong] (y, por ende, un resarcimiento correspondiente)” (p. 227).


Según la pretensión que se desprende de ambos razonamientos, el consentimiento solo adquiriría relevancia cuando se constata la posible vulneración de un derecho (o, alternativamente: de un bien o aspecto definitorio de nuestra autonomía personal), algo que en principio no parecería ocurrir cuando alguien simplemente pretende conferirnos un beneficio.


En algún otro lugar se ha criticado esta forma de razonar por especiosa (véase Parmigiani, 2019; 2020). En efecto, si el consentimiento tan solo cumpliera una función “transformadora”, tornando menos malo o reprochable algo decididamente malo o reprochable, ¿qué función cumpliría cuando se trata de aprobar una ley o suscribir un acuerdo contractual, en donde no necesariamente se detecta la presencia de un elemento de connotación moral negativa? En particular, piénsese en un dominio como el de la política legislativa, la moral personal o, sin ir más lejos, el derecho contractual. Si el consentimiento ha de cumplir una función distintiva en tales ámbitos, ¿acaso es el verbo “transformar” el que mejor serviría para dar cuenta de la misma? ¿Por qué no apelar a otros verbos posibles, como los verbos ‘constituir’, ‘instituir’, ‘configurar’, ‘fundar’, ‘dar a luz’ o, desde luego, ‘crear’, entre tantos otros? Así, por ejemplo, tanto para los parlamentarios que aprueban una nueva ley sin reemplazar o derogar una ley anterior, como para las partes que celebran un acuerdo contractual, el consentimiento parece destinado a crear o instituir algo nuevo precisamente allí donde antes no habría habido nada.


Por supuesto, lo que típicamente ocurre cuando alguien celebra un contrato es que, al tiempo en que adquiere un derecho, se desprende de otro derecho y/o contrae una obligación. Y ya se sabe lo limitantes que ambas cosas pueden ser para la autonomía de una persona. En última instancia, el consentimiento sería necesario en tales circunstancias precisamente por el modo en que la autonomía aparecería comprometida. Por eso, alguna suerte de ‘transformación’ quizá parezca darse después de todo. Sin embargo, ¿qué sucede cuando este no es intuitivamente el caso? Como a menudo destacan los/as doctrinarios/as, una de las características centrales del contrato de donación (y, en especial, de la donación sin cargo) es su gratuidad, esto es: el hecho de que el/la beneficiario/a del acto no esté obligado/a a contraprestación alguna. Pero entonces, ¿por qué se exige el consentimiento o aceptación del/de la donatario/a como un requisito infaltable para que la donación se perfeccione?


Tras esta pregunta subyace una preocupación más básica, vinculada a la naturaleza contractual de las donaciones. Después de todo, aunque hoy reine otro consenso, históricamente la doctrina jurídica no ha sido conteste o uniforme al respecto. En Francia, por ejemplo, sus más esclarecidos/as juristas tradicionalmente “ubicaron a las donaciones entre las liberalidades, ajenas a los contratos”; y algo similar ocurrió en España (véase Freytes, 2013, pp. 303-304). En Argentina, Borda situó a la donación mucho más cerca de las mandas testamentarias que del contrato, fundamentalmente en virtud de su carácter unilateral (ibíd., p. 306). Entre las liberalidades que no son donaciones o carecen de carácter contractual, la doctrina contempla las siguientes: los servicios profesionales graciables, el préstamo de una garantía, la renuncia a una herencia o la renuncia a un crédito, entre otras (Compagnucci de Caso, 2010). No obstante, existen también las llamadas ‘liberalidades de uso’, muchas de las cuales caen fuera de la égida de lo jurídico. Compagnucci (2010) menciona los siguientes ejemplos:


Los regalos en ocasión de bodas o cumpleaños, ciertas invitaciones a fiestas, las propinas, los presentes ante el nacimiento de un párvulo, o en ciertos casos en que un profesional decide no percibir honorarios y el paciente o cliente corresponde con un bien. (pp. 22-23)

Especialmente, en estas últimas clases de liberalidades, quien es movido por un propósito benéfico raramente necesitará apelar al consentimiento del/de la beneficiario/a antes de emprender su acto. En consecuencia, si aquí tomamos todo esto en cuenta, la pregunta ya no será exclusivamente por el carácter consensual de las donaciones, sino, además, por el típico formalismo que ellas hoy revisten en todos aquellos sistemas jurídicos que le adjudican una naturaleza específicamente contractual.


El presente trabajo persigue dos objetivos fundamentales. El primero de ellos, como su título lo indica, consiste en explicar por qué estimamos moralmente importante que una donación sea consentida. El segundo de ellos, por su parte, consiste en explicar por qué sería deseable que algunos actos benéficos o altruistas (como las donaciones) se canalicen por vía contractual. A fin de cumplir con estos objetivos será necesario iniciar un trayecto lógico compuesto de dos etapas: una primera etapa, que irá de la donación al consentimiento (véase infra, sec. 2); y una segunda etapa complementaria, que irá del consentimiento al contrato (véase infra, sec. 3). Esta división en etapas, como se hará evidente, si bien cuenta con cierto respaldo histórico, dista de obedecer a un criterio cronológico de clasificación. Lo que se busca con ella, pues, no es mostrar una evolución histórica o dialéctica, sino más bien establecer un orden analítico que resulte conveniente para analizar cómo se imbrican mutuamente los tres conceptos aludidos: «donación», «consentimiento» y «contrato».


En cualquier caso, la hipótesis de fondo es que, dado que en principio es analíticamente concebible que haya «donación sin consentimiento», «consentimiento sin contrato» y —lo que aquí será más significativo— «donación sin contrato», la razón por la cual la donación requeriría tanto del consentimiento como de su formalización contractual inevitablemente ha de buscarse en un plano de análisis cuya naturaleza no puede sino ser axiológico-normativa. En tal sentido, lo que se propondrá es que ese doble requerimiento que deben satisfacer las donaciones se explica por el valor moral que está en juego y que aquí se identificará con el ideal liberal de la autonomía humana. Sin embargo, a diferencia del ideal que alentó el proceso de codificación decimonónica del derecho contractual y que inspiró a una buena parte de la doctrina aun hoy vigente en el ámbito del derecho privado (al respecto, véase Pereira Fredes, 2021), la noción de autonomía aquí invocada se entenderá grosso modo en términos rawlsianos. Como tal, ella abarca ciertamente aquellos derechos generales o bienes primarios que protege el primer principio rawlsiano de justicia y de los que nadie podría ser privado so pena de comprometer su agencia práctica. Pero también abarca un derecho o bien que el propio Rawls entrevió en su primer principio y al que alguna vez osó definir como el bien “acaso más importante”, esto es: el derecho a contar con las bases sociales del auto-respeto (1999a, p. 158). Pues bien, tal cual se argüirá en lo que sigue, es este derecho el que se encargaría de explicar tanto el carácter consensual como el carácter contractual que revisten las donaciones, aunque este segundo aspecto procure proteger al mismo tiempo la autonomía básica del/de la donante, evitando exponerlo a los riesgos de una prodigalidad potencialmente autodestructiva.



2. Primera etapa: de la donación al consentimiento


La literatura existente en torno a la donación es tan vasta como inabarcable. Confluyen allí estudios provenientes de la hermenéutica, el existencialismo, la fenomenología, el personalismo, el interaccionismo simbólico, la antropología, la teología moral, la economía social o solidaria, la opsología y la historia del derecho, por mencionar tan sólo unos cuantos. Algunos hitos intelectuales, no obstante, bien merecen una sucinta mención. El famoso ensayo de Marcel Mauss (2009), por ejemplo, fue sumamente influyente en más de un campo disciplinar, y esta influencia también se refleja en el ámbito de la historiografía hispánica del derecho. Antidora, escrito por Bartolomé Clavero (1991), y De la donación al contrato, escrito por J. M. Ribas (2016), constituyen dos hitos bibliográficos resonantes en tal sentido, entre otros trabajos relevantes que seguramente podrían citarse.


En términos generales, la “donación” suele definirse como “el acto de liberalidad, por el cual una persona dispone gratuitamente de una cosa a favor de otra (…)” (La donación con destino, 19). Esta era, sin ir más lejos, la definición aproximada que daba el antiguo Código Civil argentino en su art. 1789: “Habrá donación decía cuando una persona por un acto entre vivos transfiera de su libre voluntad gratuitamente a otra la propiedad de la cosa”. De conformidad con esta definición, el art. 1795 sostenía que, en caso de que el/la donante muriese antes de que el/la donatario/a aceptara la donación, este/a aun conservaría el derecho sobre la cosa donada, estando los/as herederos/as del/de la difunto/a obligados/as a entregarla. En la actualidad, sin embargo, ambos artículos fueron reformados. De este modo, mientras el actual art. 1542 establece que “hay donación cuando una parte se obliga a otra a transferir gratuitamente una cosa, y ésta la acepta”, el art. 1545 sostiene que la aceptación debe producirse en vida del/de la donante y del/de la donatario/a. Como bien puede apreciarse, para el nuevo Código Civil, no hay donación sin consentimiento del/de la donatario/a.


Una explicación lógica de este cambio se desprende de la crítica que Spota supiera dirigirle a la definición original. Según esta crítica, la definición era incompleta debido a que el Código velezano caracterizaba a la donación como un contrato y los contratos, según es sabido, requieren la declaración de voluntad de ambas partes. Sin embargo, ¿por qué habríamos de asumir el carácter contractual de las donaciones? ¿Acaso no existen auténticos actos de donación en culturas pre-jurídicas (o pre-contractuales) como la maorí, según nos lo recuerdan Mauss (2009), Clavero (1991) y otros/as etnógrafos/as, antropólogos/as e historiadores/as (véase al respecto, por ejemplo, Godelier, 1997; Giobellina Brumana, 2009)? La primera pregunta que deberá responderse, entonces, es la siguiente: ¿por qué la donación ha de ser consentida por la persona del donatario, siendo que ella conllevaría un beneficio o una ventaja para la misma?


Es probable que un buen punto de partida consista en indagar acerca de si no es posible que alguien reciba un beneficio o una ventaja, como reza el art. 967 del CC argentino sin consentirlo. Y la respuesta no es difícil de imaginar: desde luego que tal cosa es posible. Así, por ejemplo, para volver a citar un caso típico de liberalidad extra-contractual, quien voluntariamente renuncia a un crédito o a una herencia, automáticamente beneficia mediante su acto a la persona del deudor o a la de otro/a posible heredero/a, sin que para eso deba mediar el consentimiento de cada una de ellas. Por supuesto, un/a deudor/a podría insistir en saldar su deuda a pesar de la renuncia del/de la acreedor/a a cobrar. Con ese fin, por ejemplo, podría realizar una transferencia a la cuenta del/a acreedor/a prescindiendo de la autorización expresa de este/a último/a.

Sin embargo, esto no significaría que la renuncia del/de la acreedor/a no haya comportado ya de por sí un beneficio objetivo para el/la deudor/a. En efecto, si aquí se toma en cuenta que aquello a lo que renuncia el/la acreedor/a no es al dinero del/de la deudor/a, sino al derecho a exigirle el pago adeudado (al respecto, véase Nino, 1980, pp. 232-233; Owens, 2011, p. 408), será justamente la liberación de esta obligación la que conlleve ese beneficio objetivo, incluso a pesar de que el mismo no se materialice en última instancia como un beneficio económico, puesto que el derecho a cobrar es un derecho del/de la acreedor/a, y solamente suyo/a, entonces él/ella podrá hacer con este derecho lo que quiera o estime conveniente.


Ahora repárese justamente en la insistencia del/de la deudor/a en saldar su deuda a pesar de haberse librado de la obligación hacerlo. Supóngase que el/la deudor/a se dirigiera a su acreedor/a con las siguientes palabras: “considere la transferencia que acabo de realizar en su cuenta bancaria como un simple acto de donación, en retribución por el gesto que usted tuvo conmigo”. En esa circunstancia, el/la acreedor/a todavía tendría dos opciones: conservar el dinero en su cuenta o devolvérselo al/a la deudor/a. Si hace lo primero, aunque lo haga de mala gana “con desagrado”, por ejemplo, o “con reticente aquiescencia” [grudging aquiescence], como alguna vez lo expresó Barnett (1992, p. 902) estaría consintiendo el acto. No obstante, también podría rechazarlo por diferentes motivos: la benevolencia hacia su antiguo/a deudor/a podría ser uno de ellos, como también su deseo de conservar su buen nombre en su comunidad. En el escenario retratado, el/la beneficiario/a del acto (¿el/la donatario/a?) parece tener a disposición una alternativa relativamente sencilla para evitar que el beneficio se concrete. Después de todo, el acto puede ser deshecho y dicha persona puede expresar su disentimiento. Más aún, precisamente porque estas alternativas se encuentran a su disposición es que podemos interpretar su silencio como un acto tácito de aceptación (véase Barnett, 1992).


Sin embargo, pensemos en los típicos actos de paternalismo médico, en los que alguien recibe un tratamiento beneficioso sin haberlo consentido, como una transfusión sanguínea o el reemplazo de un órgano vital. Los beneficios que otorgan estos actos, una vez que se materializan, no pueden ser deshechos. ¿Significa esto, no obstante, que la omisión del consentimiento del/de la beneficiario/a transforma al beneficio en un agravio moral? Si así fuera, se incurriría ni más ni menos que en la falacia de la necesidad que denuncian Beyleveld y Brownsword (véase supra). De todos modos, no es tal la implicancia que interesa analizar en este sitio.


Es claro que en una situación en la que debemos (o simplemente deseamos) velar por el interés de una persona, pero en la que simplemente no contamos con la posibilidad de consultarle qué hacer, o en la que no tenemos ninguna garantía cierta sobre cómo reaccionará, las alternativas que enfrentamos se reducen básicamente a dos:


  1. actuar según su consentimiento presunto; o

  2. actuar en su beneficio.


Cuando i. no es una opción, y la persona enfrenta una situación ciertamente riesgosa, que podría comprometer su vida, su integridad física o incluso su patrimonio, tendemos a inclinarnos por ii. A. Gewirth (1978) hablaría en estos casos de situaciones de necesidad, en las que se arriesgan nuestros derechos o intereses más «básicos» (al respecto, véase en especial Beyleveld y Brownsword, 2007, p. 39 y sigs.). El “beneficio”, en estos casos, parece tratarse de un asunto bastante objetivo o impersonal. Sin embargo, así como hay bienes o intereses básicos, también los hay de tipo «accesorios», que son aquellos que le permiten a una persona ampliar sus capacidades más básicas al servicio de un plan de vida determinado o de una concepción particular del bien. En estos casos, según se adivinará, el «beneficio» en cuestión adquiere un aspecto bastante más subjetivo, personal o relativo que en los casos anteriores.


Como se imaginará sin dificultad, el instituto de la donación, al igual que otros actos que se practican a título gratuito, procura la concesión de ventajas o beneficios que podrían interpretarse en cualquiera de ambos sentidos:


  1. como la concesión de ventajas que mejorarían la situación del beneficiario según un parámetro objetivo; o

  2. como la concesión de ventajas que harían lo propio, mas según lo que dictaría un parámetro más bien relativo, subjetivo o personal (al respecto, véase Parmigiani, 2020).


Tratándose del primer sentido (a), ¿por qué el consentimiento del beneficiario sería necesario, o al menos deseable? Una teoría como la de A. Gewirth no parece tener una respuesta concreta para este interrogante, pues el consentimiento funciona en ella tan solo como un criterio distributivo de asignación de recursos que se aplica en caso de que surjan dudas acerca de qué bienes básicos privilegiar (sobre este punto, véase Parmigiani, 2021). Y aquí, como se ha visto, no parecen plantearse dudas semejantes. Sin embargo, imaginemos el típico acto filantrópico realizado por un presuntuoso multimillonario, quien no solo no tiene ninguna relación con el destinatario de la donación, sino que se ufana ante las cámaras de televisión de lo que ha hecho. ¿No sería un acto así ciertamente irrespetuoso o incluso humillante? Después de todo, como dice Mauss (2009), la caridad es hiriente para quien la recibe y “todo el esfuerzo de nuestra moral tiende a suprimir el patronazgo inconsciente e injurioso del rico ‘limosnero’” (p. 229).2


A fin de evitar estas formas de trato, pues, el consentimiento podría jugar un rol clave. Por supuesto, aquí no está en cuestión al simple acto de decir que «sí» a una propuesta u oferta de donación, si se acepta esta modalidad expresiva. ¿Quién no aceptaría un bien que lo ayudaría a mejorar sustancialmente su situación de precariedad socioeconómica? Aquí sobre todo importa al acto que tiene lugar como resultado de un proceso de conversación auténtico, destinado a descubrir y comprender, como dice L. Rivera (2013), quiénes son los/as otros/as a los/as que intentamos beneficiar. En sus palabras: “esa comprensión requiere de una comunicación abierta con los/as beneficiarios/as, de la habilidad para entender lo que nos dicen y de una disposición para dar crédito al propio entendimiento que ellos tienen de sus vidas” (pp. 102-103). Por cierto, esto no significa que no haya otra alternativa, ni tampoco que, si no se garantiza un proceso de conversación semejante que culmine en el consentimiento del/de la beneficiario/a, el acto que procura beneficiarlo/a no sea justificable. En la medida en que el acto procura blindar un aspecto básico de la autonomía del/de la beneficiario/a y este/a no cuente con más alternativas que dar el «sí», es posible que esa sea toda la justificación que se demande. Sin embargo, no debe perderse de vista que el auto-respeto, ni más ni menos que uno de los bienes básicos que integran el primer principio rawlsiano de justicia (cf. Rawls 1971, 11), y a diferencia de lo que ocurre con otros bienes allí comprendidos, constituye un bien intrínsecamente relacional, el cual sólo alcanza a honrarse debidamente una vez que se instituyen ciertas modalidades de trato.


Esto puede resultar difícil de aceptar si nos manejamos con una lógica puramente económica o utilitarista, centrada en el valor que los objetos tienen para los agentes.3 Pero la lógica de la donación, nota Ricoeur, es una lógica relacional, para la cual el ser del don no se reduce al ser del objeto (Moratalla y Moratalla, 2013, p. 46; además, véase Gilbert, 2005, pp. 82-85). Allí no es irrelevante la identidad de los sujetos que participan del acto, como así tampoco el intercambio de relaciones y vínculos que tienen lugar en virtud del mismo. Como bien afirman una vez más Agustín y Tomás Moratalla (2013), quienes siguen a Ricoeur en esta reconstrucción, “hay una dimensión simbólica, interpersonal y narrativa, desde la que se debe interpretar la dimensión fáctica del don” (p. 46). En términos más sencillos, simplemente no da igual que sea P, y no J o Z, quien le done x a Q; ni tampoco da igual el modo como x sea donado. En la donación, además de lo que se dona, importa tanto el quién como el cómo.


Por otro lado, en lo que respecta la donación vinculada a la concesión de ventajas o beneficios accesorios que se desprende de la segunda interpretación (b) (véase supra), esta dimensión relacional de la donación no está en modo alguno ausente. Sin embargo, si el consentimiento juega allí un rol importante, no sería tanto para evitar un trato degradante o irrespetuoso (que puede tener lugar, desde luego), como para asegurar que sea en última instancia el concepto de bienestar del/de la propio/a donatario/a, y no en cambio del/de la donante, el que guíe el acto benéfico.4 Como escribió Kant (1996) en la Metafísica de las costumbres:


A nadie puedo prodigar ningún bien de acuerdo a mis propios conceptos de felicidad (excepto a los niños pequeños o a los mentalmente insanos), pensando en beneficiarlo mediante la concesión forzada de un regalo; más bien, puedo beneficiarlo sólo de acuerdo a sus conceptos de felicidad. (MS 6, 454)

Pues bien, en la medida en que existan dudas fundadas sobre la identidad del/de la potencial receptor/a de una donación, su consentimiento actuará precisamente como el punto final de lo que podríamos denominar un auténtico proceso epistémico de descubrimiento mutuo. En cambio, cuando eso no ocurra y el acto de donación se celebre en un contexto más bien personal de relaciones, en donde primen el afecto y la confianza, lo más probable es que el consentimiento surja espontáneamente o incluso se presuma. En cualquier caso, las formalidades que aquí no parecen necesarias, al menos a priori, adquieren una importancia fundamental en ciertas circunstancias. Pero, para ver en cuáles y por qué, ahora debe pasarse al segundo trayecto lógico, precisamente el que conduce del consentimiento al contrato.



3. Segunda etapa: del consentimiento al contrato


Gran parte de las filosofías del don, como así también una buena parte de la historiografía jurídica que ha reflexionado en torno a la evolución de esta práctica hasta decantar en la forma del contrato moderno, han intentado explicar lo que implica la gratuidad de la donación, una característica definitoria de todas las liberalidades. ¿Acaso se trata de la obligación que uno/a voluntariamente asume de desprenderse de la cosa donada sin esperar nada a cambio? ¿Se trata en tal sentido de una transgresión a la máxima utilitaria del do ut des, tan característica de la lógica del intercambio que se opone a la reciprocidad, tan propia del “yo doy para que tú des”? (al respecto, véase nuevamente Moratalla y Moratalla, 2013, p. 46 y sigs.)


En la antigua práctica del potlach que tuvo vigencia en algunas culturas del Pacífico como la maorí, recuerda Mauss (2009), el dar sin expectativa alguna de retribución ciertamente no era una opción. Por el contrario, el acto mismo de dar, que ya de por sí constituía una obligación, generaba dos obligaciones subsidiarias como fruto: la obligación de recibir lo dado y la obligación de devolverlo con creces.5 Más aún, si alguien incumplía esta última obligación, quedándose con lo recibido o sin dar a cambio mucho más que eso, corría el riesgo de perder su “mana”, su “fuerza mágica, religiosa y espiritual” (p. 86). Algo similar sucedía en el kula, el sistema de intercambio que prevaleció entre los habitantes de las islas Trobiand, estudiado por Malinowski (1922) en Los argonautas del Pacífico occidental.


En firme contraste con estas tradiciones, parecería que la cultura opitular que tuvo vigencia durante buena parte del Medioevo, y que de alguna manera explica el surgimiento de las bases del contrato de donación moderno, fue bastante más benigna con la persona del donatario.6 Al acto caritativo y gratuito de la donación, los medievales simplemente hacían corresponder un deber de gratitud o “antidora”, cuya naturaleza, constata Clavero (1991), no es civil o propiamente jurídica. Según él, la fuerza de esta obligación dependía justamente de que no lo fuera. En sus palabras: “es la clave de las claves, el vínculo no vinculante, la libertad nada libre: la antidora ex liberalitate, la obligatio antidoralis” (p. 100). Si se perdiese el agradecimiento espontáneo y la amistad libre, temían los medievales, también se perdería la gracia, un elemento central de su teología moral (p. 105). Como fácilmente puede constatarse, esta doctrina tan definitoria del catolicismo se refleja en numerosos documentos de la Iglesia moderna, como la encíclica Mystici Corporis Christi de Pío XII (1943), la prédica del Concilio Vaticano II (1959) y, ya en el siglo XXI, la encíclica Caritas in veritate de Benedicto XVI (2009).7 Sin embargo, ¿no encierra esta doctrina un riesgo demasiado elevado de que el deber de gratitud de extralimite, volviendo a poner al/a la donatario/a a merced del/de la donante? Si esto fuera efectivamente así, entonces esta doctrina volvería a introducir por la ventana lo que ya se había expulsado por la puerta delantera.


Allá por el siglo XVII, no sería sino el Cardenal Giovanni Battista de Luca quien reflexionaría sobre el carácter paradójicamente usurario que revestirían una benevolencia y un agradecimiento excesivos (véase Clavero, 1901, pp. 100-102; p. 195). Pero aquí se hará referencia a lo que escribió M. de Montaigne en el Libro 3 de sus Ensayos (1580), muchos años antes que de Luca:


Sostengo que se debe vivir por derecho y por autoridad, no por recompensa ni por favor (...). Evito someterme a cualquier suerte de obligación, pero sobre todo a la que me ata por deber de honor. No encuentro nada tan caro como aquello que se me da y aquello por lo que la voluntad queda hipotecada so pretexto de gratitud, y recibo con más gusto los favores que están en venta. Desde luego: por estos solo doy dinero; por los otros, me doy a mí mismo. El lazo que me sujeta por ley de honestidad paréceme mucho más apretado y más pesado de lo que lo es el de la coerción civil. Ella me ata más suavemente por un notario que por mí mismo. (Citado en Ricoeur, 2006, p. 302)8

En este pasaje, el interés de Montaigne no parece radicar tanto en la donación como en subrayar la conveniencia de contar con mecanismos que nos permitan sustraernos de las obligaciones naturales surgidas de ciertas relaciones personales, dado el carácter incierto y potencialmente esclavizador que suele caracterizarlas. En cierto modo, su tesis podría remitirnos en la actualidad a lo que diría alguien como Dori Kimel (2018): lo que propicia el contrato jurídico es un distanciamiento [detachment] entre las partes, permitiendo objetivar sus expectativas y dotando a sus relaciones futuras de un mayor nivel de previsibilidad y, por ende, de autonomía. En sus propias palabras:


Consiste en el marco mismo que brindan los contratos para hacer ciertas cosas con otros, no solo fuera del contexto de las relaciones preexistentes, sino también sin un compromiso con respecto a las perspectivas futuras de estas relaciones, sin tener que saber mucho o formarse una opinión sobre los atributos personales de otros, y sin tener que permitir que otros sepan mucho y se formen opiniones sobre uno mismo. Es, lo que podríamos llamar, el valor del distanciamiento personal. (p. 152)9


En cierto modo la tesis de Montaigne también nos remite a lo que sostienen en la actualidad autores como Anderson y Honneth (2005) desde las teorías del reconocimiento: lo que viene a garantizar la ley y, en lo que aquí concierne, la ley jurídica que rige nuestras relaciones contractuales es que nuestra voluntad no tenga por qué quedar a merced de la voluntad del resto, ni siquiera cuando esta no busca otro propósito que el de favorecernos (p. 132). Desde esta óptica, tanto la libertad de contratar [freedom from contract] como la libertad para contratar [freedom to contract] que reconoce el moderno derecho contractual (véase Barnett 1992), al permitir que nos reconozcamos como los/as verdaderos/as autores/as de nuestras decisiones, alcanzan a conferirnos una dignidad o un auto-respeto auténticos, incluso a pesar de que, como a menudo ocurre con el contrato de donación, la cosa u objeto donado con que pretende beneficiarse a la persona del donatario no haya nacido más que de la voluntad unilateral del/de la donante.


Pero hay más. A fin de preservar tanto la autonomía del/de la donante como la autonomía del/de la donatario/a, nuestras legislaciones suelen fijar una serie de cláusulas regulatorias indisponibles. A propósito del deber de gratitud referido anteriormente, por caso, la regulación suele proceder por vía negativa, tal como hace el CC argentino en su art. 1571 o el CC español en su art. 648. Según se lee en ellos, las donaciones pueden ser revocadas por ingratitud del donatario en los siguientes casos:


a) si el/la donatario/a atenta contra la vida o la persona del/de la donante, su cónyuge o conviviente, sus ascendientes o descendientes;

b) si injuria gravemente a las mismas personas o las afecta en su honor;

c) si las priva injustamente de bienes que integran su patrimonio;

d) si rehúsa alimentos al/a la donante.


Como se apreciará, para que el valor de la gratitud alcance a honrarse, ni al/a la donatario/a se lo/a priva de grandes cosas ni tampoco se lo/a somete a grandes imposiciones. Si fuera de otro modo, su autonomía se vería comprometida. Pero nótese al mismo tiempo que el propio CC argentino (art. 1559) protege la autonomía del/de la donante, al obligar al/a la donatario/a a prestarle alimentos si aquel/la carece de medios de subsistencia. En tal sentido, lo que hace el CC es impedir que la voluntad del/ de la donante se extralimite e incurra en una prodigalidad excesiva, lo que podría poner en peligro ni más ni menos que su propia autonomía personal. En el Código Civil español, por ejemplo, esto mismo es lo que busca impedir el art. 634, al establecer que el/la donatario/a debe reservarse, ya sea en plena propiedad o en usufructo, aquellos bienes que sean necesarios para vivir en un estado correspondiente a sus circunstancias. Y algo similar ocurre en Chile (art. 1408 del CC) y en muchos sistemas legislativos de Iberoamérica y otras partes del mundo.




4. A modo de conclusión: ¿por qué una explicación liberal a fin de cuentas?


En el presente trabajo, intentó ofrecerse una interpretación y/o explicación factible de cuál podría ser el valor moral que detenta el consentimiento en el instituto jurídico de la donación. Con ese fin, se propuso transitar un trayecto lógico compuesto de dos etapas claramente demarcadas: la que fuera de la donación al consentimiento, por una parte (sec. 2); y la que fuera del consentimiento al contrato, por la otra (sec. 3). Mientras en la primera etapa se sostuvo que el consentimiento sería valioso para no incurrir en una especie de paternalismo injustificado, capaz de afectar el auto-respeto con el que toda persona necesita contar a fin de preservar su autonomía, en la segunda etapa se sugirió que lo que propicia la donación en su modalidad contractual es un distanciamiento entre las partes, el cual no solo permitiría preservar la autonomía del/de la donatario/a, sino también hasta cierto punto la del/de la propio/a donante, evitando que incurra en una prodigalidad potencialmente auto-destructiva. En el título de este trabajo, no obstante, se sugirió que la explicación aquí ensayada sería liberal. Pese a eso, hasta ahora se ha hecho más bien poco por develar qué significa tal cosa. Pues bien, las breves consideraciones que siguen a continuación procuran saldar hasta cierto punto esta deuda inicialmente contraída con los/las lectores/as.


Al menos, según una cosmovisión bastante dominante, la filosofía política liberal constituye uno de los intentos más conspicuos por delimitar aquellos ámbitos de nuestras vidas que deberían estar protegidos de toda intervención estatal, intento que sin dudas encuentra su núcleo fundamental de apoyo en el principio del daño célebremente postulado por J. S. Mill (2006, pp. 29-30). Pero el principio del daño, como se sabe, solo protege una parte de nuestra autonomía y lo hace por una vía exclusivamente negativa. Este principio establece, por ejemplo, que nadie tiene derecho a inmiscuirse en aquellos asuntos que atañen a nuestra propia felicidad, siempre y cuando ellos no afecten intereses de terceras personas. Sin embargo, el mismo no dice nada, por caso, acerca de qué bienes son indispensables para perseguir esa felicidad, ni tampoco acerca de cuál puede ser el rol del Estado a la hora de garantizar su provisión.


Por fortuna, este silencio ha ido llenándose progresivamente y con creces a lo largo del siglo XX, en virtud de contribuciones provenientes de la teoría política, la filosofía jurídica y la ética normativa, marcando la obra de John Rawls (1971) un antes y un después en este recorrido. Rawls se autodefine como un teórico político liberal precisamente por algunas de las razones por las que Mill se definió de esa manera. Sin embargo, su propuesta es mucho más pretenciosa que la del filósofo londinense, al incluir una lista bastante detallada de aquellos bienes que son necesarios para que cualquier persona se desempeñe como agente moral, y cuya provisión, por ende, no puede quedar a merced de lo que dictamine la lotería natural o el mercado. Si la filosofía libertaria de alguien como R. Nozick (1974), por ejemplo, es auténticamente liberal porque también hace suya el anti-perfeccionismo milliano, la filosofía política de Rawls es tanto liberal como igualitaria, debido a que concibe el valor de la autonomía humana como algo que también debe honrarse positivamente, garantizando desde el Estado una distribución mínimamente equitativa de bienes y recursos.10

El esquema rawlsiano que capturan los dos principios de justicia, según se ha explicado hasta el cansancio, ha sido diseñado para evaluar qué elementos debe contemplar la estructura básica de una sociedad, que es el modo como se distribuyen en ella los beneficios y las cargas sociales entre su población (al respecto, véase Rawls, 1971, capítulo I). Desde una óptica rawlsiana, entonces, lo que urge preguntarse es qué instituciones facilitarían que persigamos nuestros planes de vida cuando los medios o recursos personales con los que contamos son insuficientes para ello. Como bien constata Hevia (2014), algún mecanismo que nos permita asociarnos voluntariamente podría ser de suma utilidad en tal sentido, y en especial si facilita el intercambio descentralizado de bienes y servicios, o la misma realización de donaciones (p. 33). Pero Hevia parece apresurarse cuando agrega que “ello requiere un sistema de derecho contractual” (ibíd.). Y es que, como ya se ha visto a lo largo de la sec. 2 de este trabajo, es perfectamente posible hacer muchas de estas cosas prescindiendo por completo de un sistema semejante. Si somos benevolentes, altruistas, generosos, solidarios, preocupados por los demás, desinteresados, empáticos y/o, en general, virtuosos, es posible que muchas de las principales liberalidades conocidas sean más que suficientes para garantizar ciertos niveles mínimos de cooperación social.


Por supuesto, en la medida en que no seamos así, no habrá más remedio que acudir al derecho para nuestro auxilio. Pero incluso aunque lo fuéramos, necesitaríamos contar con algún mecanismo que consiga inmunizarnos frente a los riesgos señalados a lo largo de la sec. 3 de este trabajo: por un lado, los riesgos de fomentar una cultura de la dependencia, virtualmente humillante para quienes típicamente ocupan la posición de beneficiarios/as; y, por otro lado, los riesgos de fomentar una prodigalidad excesiva, capaz de amenazar la autonomía personal de los/as benefactores/as. Por eso, para decirlo ahora sí en términos rawlsianos, lo que justamente permitiría un sistema de derecho contractual, bajo el supuesto de que contemple ciertos institutos (como la buena fe, entre otros tantos), es dotarnos de una mayor libertad para ejercer nuestra autonomía al servicio de nuestros bienes particulares, mas minimizando aquellos riesgos.

No obstante, a fin de que ese beneficio social se concrete, los/as potenciales participantes de dicho sistema deberían gozar de una serie de libertades y recursos indispensables, como cierta capacidad de discernimiento o un nivel de acceso adecuado a toda aquella información que sea relevante para contratar. Si se incumplieran, en cambio, estas condiciones, la contribución que el derecho contractual supuestamente representaría para perseguir nuestros planes de vida contando con la colaboración ajena tenderá a favorecer a los miembros más aventajados de la sociedad, perpetuando las desventajas que ya de por sí padecen los sectores más vulnerables a la hora de ejercer su autonomía.


En síntesis, y ya para finalizar, lo que todo esto demuestra es que el concepto liberal de «autonomía» que se desprende del planteo rawlsiano es sumamente fructífero no solo para explicar el carácter consensual de la donación sino también (y fundamentalmente) su naturaleza contractual y/o jurídica. Desde luego, quizá la explicación no alcance a ser todo lo novedosa que se hubiera esperado, y hasta pueda resultar poco convincente para algunos/as, sobre todo para quienes albergan más dudas que certezas sobre las credenciales generales de la teoría rawlsiana. Ahora, suponiendo que ella encierre algún mérito, posiblemente el mismo deba buscarse en el modo en que intenta compatibilizar el instituto de la donación con una visión liberal aunque no por eso individualista del derecho de contratos, algo no siempre admitido por los/as doctrinarios/as y filósofos/as del derecho. Por un lado, es compatible con una visión liberal por el modo en que destaca el valor de la autonomía personal. Por el otro, es compatible con un liberalismo no individualista por el modo en que admite lo que la propia donación significa: el acto de sacrificar nuestra propia autonomía, si efectivamente así lo queremos, en pos de ampliar la autonomía de otra persona, si ella así lo quiere, aunque por supuesto que no a cualquier precio ni bajo cualquier condición.11













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1 Según lo señalado en el primero de los artículos citados (Parmigiani, 2017, p. 80), hay autores que están en desacuerdo con esta posición. Tales son los casos, por ejemplo, de J. Raz (1994, pp. 351-353) y E. Garzón Valdés (1990, pp. 22-23). En uno de los dictámenes se menciona justamente que, para Raz, el consentimiento solo es válido respecto de actos cuyo contenido moral es aceptable o neutro, mas nunca cuando es inmoral. Aunque el presente artículo no toma partido sobre esta posición, resulta evidente que suscribe varios de sus puntos salientes.

2 Según M. Walzer (2001), los simples actos benéficos o caritativos pueden tener un efecto negativo en la habilidad que poseen los/as beneficiarios/as de actuar libremente, haciéndolos/as dependientes de nosotros/as o alterando su percepción sobre los hechos que los/as rodean y les impiden progresar o llevar vidas más dignas (pp. 102-103). Pero sin dudas es R. Maliandi (2010) quien se muestra mucho más drástico que estos autores al evaluar los efectos perniciosos de la beneficencia, llegando a escribir que “quien recibe ayuda —aun desinteresada, y quizá sobre todo si es desinteresada— recibe, en alguna medida, y al margen de las intenciones del agente, alguna humillación, mientras que el respeto, en cualquier forma en que se lo entienda, es precisamente la omisión y la tácita impugnación de toda humillación” (p. 288). Consideraciones similares también se suscitan en Darwall, 2006, pp. 126-130. Todo esto, además, se ha tomado de Parmigiani, 2019.

3 El economista Stefano Zamagni (2013) diferencia entre la lógica de la “equivalencia”, que regula los intercambios económicos, y la lógica de la “proporcionalidad”, que regularía las relaciones de reciprocidad. Según la lógica de la equivalencia, el valor de los objetos intercambiados puede determinarse con anterioridad a los intercambios, siendo este hecho la condición que permite juzgar con imparcialidad si ellos son justos (justicia conmutativa). En cambio, según la lógica de la proporcionalidad, el valor de lo que uno/a da se determina en virtud de lo que uno/a es capaz de dar, así como por lo que el/la receptor/a del don es capaz de apreciar o reconocer (pp. 69-71). A la lógica de la “equivalencia”, propia del mercado y el interés propio, P. Ricoeur (2006) contrapondrá por su parte la lógica de la “superabundancia”, propia de la caridad y el amor o ágape cristiano (p. 277 y sigs.) (además, véase Gilbert, 2005, p. 85).

4 Por supuesto, esto se atenúa en las donaciones con cargo, en las cuales también importan (o, en algunos casos, fundamentalmente importan) los fines o concepciones particulares del bien del/de la propio/a donante. Al respecto, piénsese, sin ir más lejos, en lo que sucede cuando alguien dona un patrimonio artístico a un museo bajo un cargo específico, como que dicho patrimonio se exhiba exclusivamente en las salas de ese museo. Aunque el beneficio social que objetivamente pudiera desprenderse de incumplir este cargo fuese mayor que el de cumplirlo, eso sería irrelevante en un caso así. En tal sentido, véase la sentencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, "Girondo, Alberto Eduardo c/ Estado Nacional - Museo Nacional de Bellas Artes s/ Proceso de conociemiento", Fallos 11000017 (2011), al igual que el análisis de Di Chiazza sobre este fallo (2016, pp. 693-695). Además, véase igualmente la sentencia de la CSJN, “Uriarte, Carmen R. y otros c/Estado Nacional. Ministerio de Educación y Cultura s/rescisión de contrato”, Fallos 96000090 (1996), en donde, al igual que en el caso anterior, se hace lugar a la demanda y se declaran revocadas las donaciones al Museo Nacional de Bellas Artes ni más ni menos que en virtud del incumplimiento de uno de los cargos consignados, consistente en que las piezas donadas se exhibieran exclusivamente en las salas de dicho museo. En su Tratado de los contratos, Lorenzetti (2006) discrepa con esta solución en virtud de que “el cargo es una obligación y su cumplimiento debe ser interpretado finalísticamente”, lo que lo lleva a advertir que “la donación pretendía contribuir al desarrollo del patrimonio cultural nacional y desde esta perspectiva el museo no incumplió con el objeto de los cargos, que no es otro que propender al desarrollo y disfrute ciudadano del patrimonio cultural” (pp. 634-635). Sin embargo, si el cargo explícitamente formulado en el contrato de donación incluía una prohibición de trasladar las piezas artísticas donadas a otros museos, o, lo que es lo mismo, una obligación de no trasladarlas, constituyendo tal estado de cosas un fin indudable del donante, ¿por qué una interpretación finalística del cargo en cuestión debería decir otra cosa? Diferente sería el caso si la finalidad del donante fuera contraria al derecho, pero aquí no parece darse nada semejante.

5 Por cierto, en más de un sentido, nuestra cultura occidental contemporánea no parece, en esencia, muy diferente de lo que sugieren las descripciones de Mauss, por más que el margen de libertad de la que hoy gozamos los/as donatarios/as sea infinitamente superior. Una ilustración humorística de todo esto puede encontrarse en el episodio 12 de la Sexta Temporada de Seinfeld (1995), el famoso ‘sitcom norteamericano. El episodio lleva por título “The Label Maker” (“La etiquetadora”) y en él pueden constatarse los desesperados y contraproducentes intentos que llevan a cabo sus protagonistas para recompensar los sucesivos regalos o favores de los/as que van siendo beneficiarios/as. Así, mientras Elaine Benes le regala a su odontólogo, Tim Whatley, una etiquetadora en agradecimiento por el arreglo dental gratuito que este último le realizó en su consultorio, el propio Tim Whatley decide reciclar esta etiquetadora para regalársela a Jerry Seinfeld, en retribución por los tickets para el Super Bowl que este le había entregado de manera desinteresada. Finalmente, todo estalla por los aires cuando el odontólogo queda sin más al desnudo como un “reciclador de regalos” (‘a regifter’, según lo califican en inglés con intención denostadora), una cualidad que posiblemente no resulte la mejor manera de honrar la máxima del do ut des que implícitamente parece impulsar la conducta de cada uno/a de los/as personajes.

6 Acerca del significado de la opitulación y de las prácticas opitulares, véase, en particular, la interesante compilación bibliográfica que llevan a cabo Zambrano y Diez (2011). En el Glosario incluido al final de ese texto, la ‘opitulación’ aparece definida según las tres siguientes acepciones: “A) El despliegue de los flujos de diferentes clases de ayuda hacia objetivos puntuales. B) Ejercicio de visualizar, recomendar, diseñar y construir efectos racionalizados de ayuda. C) La opitulación es objeto de estudio de la opsología” (p. 262).

7 A propósito de esta última encíclica, cabe citar algunos pasajes clave a modo de ilustración. Escribe Ratzinger: “La caridad en la verdad pone al hombre ante la sorprendente experiencia del don. La gratuidad está en su vida de muchas maneras, aunque frecuentemente pasa desapercibida debido a una visión de la existencia que antepone a todo la productividad y la utilidad. El ser humano está hecho para el don, el cual manifiesta y desarrolla su dimensión trascendente. A veces, el hombre moderno tiene la errónea convicción de ser el único autor de sí mismo, de su vida y de la sociedad. Es una presunción fruto de la cerrazón egoísta en sí mismo, que procede —por decirlo con una expresión creyente— del pecado de los orígenes. (…) Al ser un don recibido por todos, la caridad en la verdad es una fuerza que funda la comunidad, unifica a los hombres de manera que no haya barreras o confines. La comunidad humana puede ser organizada por nosotros mismos, pero nunca podrá ser sólo con sus propias fuerzas una comunidad plenamente fraterna ni aspirar a superar las fronteras, o convertirse en una comunidad universal. La unidad del género humano, la comunión fraterna más allá de toda división, nace de la palabra de Dios-Amor que nos convoca. Al afrontar esta cuestión decisiva, hemos de precisar, por un lado, que la lógica del don no excluye la justicia ni se yuxtapone a ella como un añadido externo en un segundo momento y, por otro, que el desarrollo económico, social y político necesita, si quiere ser auténticamente humano, dar espacio al principio de gratuidad como expresión de fraternidad. Si hay confianza recíproca y generalizada, el mercado es la institución económica que permite el encuentro entre las personas, como agentes económicos que utilizan el contrato como norma

de sus relaciones y que intercambian bienes y servicios de consumo para satisfacer sus necesidades y deseos. El mercado está sujeto a los principios de la llamada justicia conmutativa, que regula precisamente la relación entre dar y recibir entre iguales. Pero la doctrina social de la Iglesia no ha dejado nunca de subrayar la importancia de la justicia distributiva y de la justicia social para la economía de mercado, no sólo porque está dentro de un contexto social y político más amplio, sino también por la trama de relaciones en que se desenvuelve. En efecto, si el mercado se rige únicamente por el principio de la equivalencia del valor de los bienes que se intercambian, no llega a producir la cohesión social que necesita para su buen funcionamiento. Sin formas internas de solidaridad y de confianza recíproca, el mercado no puede cumplir plenamente su propia función económica. Hoy, precisamente esta confianza ha fallado, y esta pérdida de confianza es algo realmente grave” (Caritas in veritate, 34-35).

8 La cita de Montainge reproducida por Ricoeur corresponde al Capítulo IX del Libro III de los Ensayos, en donde literalmente se lee en su idioma original: “Je fuis à me submettre à toute sorte d'obligation. Mais sur tout, à celle qui m'attache, par devoir d'honneur. Je ne trouve rien si cher, que ce qui m'est donné; et ce pourquoy, ma volonté demeure hypothequee par tiltre d'ingratitude, et reçois plus volontiers les offices, qui sont à vendre. Je croy bien: Pour ceux−cy, je ne donne que de l'argent; pour les autres, je me donne moy−mesme. Le neud, qui me tient par la loy d'honnesteté, me semble bien plus pressant et plus poisant, que n'est celuy de la contraincte civile. On me garrote plus doucement par un Notaire, que par moy” (Montaigne, 2000, pp. 102-103). En vistas de que no se ha encontrado una mejor traducción al castellano, aquí se ha empleado la traducción aludida en el cuerpo del texto. Para un análisis más amplio del significado de este pasaje en la vida y obra de Montaigne, véase Zemon-Davis, 2000, p. 117 y sigs.

9 Para una crítica a la postura de Kimel, véase en especial Papayannis y Pereira Fredes, 2018. Particularmente en su tesis doctoral, Pereira Fredes (2021) critica la postura de Kimel aduciendo que su fundamento individualista del derecho contractual es insuficiente para acomodar el altruismo moderado que suele estar en la base de la moderna doctrina contractual y que soporta institutos como el de la buena fe. En sus propias palabras: “¿Supuestos de este orden afectan la tesis del distanciamiento entre las partes? Esto parece inevitable. La participación de exigencias para cuya justificación es necesario acudir al altruismo moderado pone en jaque la preeminencia del interés propio del contratante sobre el de la otra parte. Asimismo, ofrece un reto a la pertinencia del distanciamiento contractual. De acuerdo con Kimel, el contrato es intrínsecamente valioso en términos del distanciamiento que permite entre los contratantes. Sin embargo, en el supuesto anterior, el contratante que posee la información y tiene el deber de buena fe de comunicársela a la otra parte y, a su vez, de realizar aclaraciones posteriores, ¿puede simplemente omitirlas alegando «just business»? Frente a la infracción de este sub-deber positivo de buena fe que priva a la otra parte del contrato de un beneficio dirigido en su solo interés, la tesis del distanciamiento se muestra irremediablemente insuficiente. No es tarea sencilla su conciliación porque la buena fe no solo importa tener presente los intereses del otro contratante sino también, en determinadas circunstancias, actuar derechamente en su propio bien” (p. 455). Más allá de las fundadas reservas que plantea Pereira en contra de Kimel, nada de esto parece afectar en modo alguno el fundamento aquí ofrecido sobre por qué algunos contratos, como los contratos de donación, sí tienen por función propiciar el distanciamiento entre las partes al que alude el propio Kimel. Después de todo, ¿no es verdad, como aducen Ribas (2016) y Clavero (1991), que la donación comenzó siendo una práctica pre-jurídica? Pero si lo fue, entonces algo debe explicar por qué ella dio paso a la moderna institución contractual tal cual hoy la conocemos, la que precisamente permite aquel distanciamiento que Pereira pone en cuestión. Desde ya, el mayor problema que tiene un planteo como el de Kimel es su reduccionismo. Pues si bien es verdad que en algunas circunstancias lo que propicia el contrato es el distanciamiento que él tiene en mente, no deja de ser verdad que en muchas otras circunstancias lo que propicia el contrato es justamente lo contrario, es decir: el acercamiento de las partes o un estrechamiento del vínculo que las une, entre tantas otras funciones que perfectamente podrían imputársele. Todo dependerá en cualquier caso de lo que cada parte estime importante para sí a la hora de ejercer su autonomía en busca de su propia concepción particular del bien. O como claramente lo ha expresado M. Hevia (2014) con indudable impronta rawlsiana: “Cuando la gente celebra contratos coopera en proyectos particulares, de manera que cada persona pone sus competencias a disposición de otros. Esta es una característica importante de la idea rawlsiana de ‘establecer y perseguir’ una concepción de lo bueno. El hecho de que las personas puedan tener la conducta futura de otras a su disposición es otra forma de permitirles establecer sus propios objetivos” (pp. 32-33). Sobre este punto se volverá hacia el final de este trabajo (véase infra, sec. 4).


10 Si bien es verdad que en Teoría de la justicia (TJ) Rawls se rehúsa a emplear explícitamente la noción de ‘autonomía’ para englobar la totalidad de libertades o bienes primarios contemplados en su primer principio de justicia, numerosas sugerencias formuladas en su obra posterior a TJ confirman por qué apelar a esa denominación no es en modo alguno antojadizo. En rigor, él define a la autonomía como un “valor político” que consagra “la independencia jurídica y la integridad asegurada de los ciudadanos, así como su participación equitativa con los demás en el ejercicio del poder político” (Rawls, 1999b, p. 586), un valor al que cuidadosamente diferencia de lo que llama la “autonomía moral” de los individuos, la cual implica la defensa de un “cierto estilo de vida”, caracterizado por la capacidad de reflexionar críticamente sobre “nuestros fines e ideales más profundos, como en el ideal de individualidad de Mill” (ibíd.). La autonomía política, pues, a diferencia de la autonomía moral o individual que estaría presente en las obras de Kant y Mill, no supone ningún compromiso con una concepción comprehensiva de la vida buena. Pero lo que sí supone es el desarrollo y ejercicio de dos facultades morales: por una parte, “la capacidad de poseer un sentido de la justicia”; y, por otra parte, “la capacidad de poseer, revisar y perseguir racionalmente una concepción del bien”, siendo ambas constitutivas de lo que Rawls (2004) llama una concepción normativa de las personas en tanto libres e iguales (p. 43; p. 49). Pues bien, si aquí se toman en cuenta estas precisiones, no costará demasiado trabajo entender por qué la noción de autonomía (política), contrariamente a lo que parecía en un principio, sí implicaría a fin de cuentas estar en posesión de los bienes y libertades postulados por el primer principio de justicia. Al respecto, además, véase Rawls, 2004, p. 76.


11 Por cierto, nada de esto significa que la lógica que todavía impulsa a los/as operadores/as jurídicos/as en general no sea en cierto modo la típica lógica individualista, la misma que invitaría a sospechar del carácter simulado que a priori detentarían muchas donaciones, como cuando ellas son motivadas por un proceso de insolvencia fraudulenta por parte de un/a donante, o cuando tienden a ocultar auténticos actos de compra-venta. En una presentación anterior de este trabajo que tuvo lugar en el “II Seminario Internacional sobre Filosofía del Derecho Civil: Contratos”, realizado en Santiago de Chile durante el año 2022, M. Hevia hizo notar este punto con gran sensibilidad, razón por la cual aquí merece el más sincero agradecimiento. Más allá de su oportuna observación, la jurisprudencia argentina sostiene, hasta la fecha, que la prueba que acredite ante el/la juzgador/a la existencia de fraude o simulación debe ser aportada por la parte que la alegue, “sin que quienes son demandados se vean liberados de la carga de aportar los que consideran aptos para generar la convicción de su realidad y sinceridad” [al respecto, véase la sentencia de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Comercial de Capital Federal, Sala F, “Azpiazu, Enrique c/ Alvarez, Daniel Alberto y otros s/ ordinario”, Fallos 19130442 (2019)]. Compatible asimismo con la lógica individualista del derecho de contratos quizá también sea la prohibición de la donación entre cónyuges que todavía persiste en algunos sistemas jurídicos, en la medida en que lo que se buscaría con ella es “impedir los fraudes en contra de terceros”, una tesis suscrita por Claro Solar y Somarriva, entre tantos otros/as doctrinarios/as (al respecto, véase Corral Talciani, 1999, p. 366). Sin embargo, no deja de ser cierto que esta prohibición ha ido desapareciendo en las últimas décadas de muchos sistemas legislativos, tal como ocurrió en Italia luego de que la Corte Constitucional declarara ilegítima la norma del art. 781 del Código Civil que la contenía (al respecto, véase nuevamente Corral Talciani, 1999, p. 365). Como ya se dijo hace un instante, una primera versión de este trabajo fue presentada en Santiago de Chile. Pues bien, otras personas que, junto con Hevia, participaron del mencionado evento y cuyas observaciones fueron sumamente importantes para revisar y/o reformular muchas de las ideas y argumentos aquí contenidos son las siguientes: E. Pereira Fredes, P. Moyano, A. C. Carrera, G. Caffera, A. Pino y C. Pizarro Wilson, entre otras. Valga asimismo, entonces, un reconocimiento especial para cada una de ellas.

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