Revista Argumentos (ISSN: 2525-0469)
Núm. 18 2024, pp. 80-96
Sección: Artículos
Centro de Perfeccionamiento Ricardo C. Núñez [En Línea]
http://revistaargumentos.justiciacordoba.gob.ar/ DOI: 10.5281/zenodo.12531738
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La victimodogmática en los delitos de violencia de género*

The dogmatic victim in crimes of gender violence


Paula Rivera*

Resumen: El desarrollo de la dogmática jurídico penal ha dispensado, en los últimos años, una atención relevante sobre el “comportamiento de la víctima del delito”, al momento de analizar la responsabilidad penal del autor. El foco en el estudio de las relaciones entre autor y víctima, a los efectos de excluir, agravar o atenuar la responsabilidad penal del primero, dieron lugar a corrientes que prescinden del comportamiento de la víctima a los fines de determinar la responsabilidad penal del autor, y posiciones que le otorgan relevancia a los fines de establecer si el autor debe o no ser penalmente responsable. El presente trabajo, tiene por objetivo demostrar que, en los casos de violencia de género, la tipicidad del hecho no puede verse anulada por el análisis de la imputación de la conducta a la víctima, propia de la victimodogmática. Se procurará exponer que, en esta clase de delitos, las condiciones personales de las partes y las características contextuales en la que los mismos se desarrollan, no permiten suponer la existencia per se de una aceptación, provocación o consentimiento del riesgo por parte de la víctima. En este sentido, se concluirá que el vínculo que une al agresor con la víctima, está enmarcado en una relación asimétrica de sumisión y vulnerabilidad, donde no hay margen a la libre voluntad.

Palabras clave: Victimodogmática, Comportamiento de la víctima, Responsabilidad penal, Violencia de género.

Abstract: In recent years, the development of criminal law dogma has paid significant attention to the "behaviour of the victim of the crime" when analysing the criminal liability of the perpetrator. The focus on the study of the relationship between perpetrator and victim, in order to exclude, aggravate or mitigate the criminal liability of the former, gave rise to currents that disregard the victim's behaviour in order to determine the criminal liability of the perpetrator and positions that give it relevance for the purpose of establishing whether or not the perpetrator should be criminally liable. The aim of this paper is to demonstrate that the proposal of victim-dogmatics, in cases of gender violence, the criminal nature of the act cannot be annulled by the analysis of the imputation to the victim. An attempt will be made to show that, in this type of crime, the personal conditions of the parties and the contextual characteristics in which they take place do not allow for the assumption of the existence per se of an acceptance, provocation or consent of the risk on the part of the victim. In this sense, it will be concluded that the link between the aggressor and the victim is framed in an asymmetrical relationship of submission and vulnerability, where there is no margin for free will.

Keywords: Victimodogmatics, Victim behaviour, Criminal responsibility, Gender-based violence.

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* Fecha de recepción: 19/10/2023 Fecha de aprobación: 23/12/2023

**Fiscalía de Instrucción Especializada en Cibercrimen. Oficial auxiliar. Abogada (Universidad Nacional de Córdoba). Especialista en Derecho Penal (Univerisdad Nacional de Córdoba) . Martillero y Corredor Público (Universidad Blas Pascal) . Escribana (Universidad Siglo 21) . Maestranda en Derecho Procesal (Universidad Siglo 21). mprivera@justiciacordoba.gob.ar https://orcid.org/0009-0005-8845-5193



Introducción

La dogmática jurídico penal ha dispensado, en los últimos años, una atención relevante sobre el “comportamiento de la víctima del delito”, en el momento de analizar la responsabilidad penal del autor. En este contexto, han surgido corrientes teóricas que estudian las relaciones entre autor y víctima, a los efectos de excluir, agravar o atenuar la responsabilidad penal del primero.

En el derecho comparado, las repercusiones del comportamiento de la víctima se han analizado, fundamentalmente, en los delitos imprudentes, la teoría de la imputación objetiva y los delitos de omisión; y, en algunos casos, también en los delitos dolosos. Así, se han desarrollado dos supuestos: la provocación y el consentimiento de la víctima para eximir la responsabilidad del autor en el delito de lesiones o atenuarla en los delitos contra la vida.

En el presente trabajo, trataré de mostrar que, en los casos de violencia de género, la tipicidad del hecho no puede verse anulada por el análisis de la imputación a la víctima. En ellos, tal criterio no resulta aplicable, ya que nos encontramos ante una relación de poder desigual, en donde se vislumbra una superioridad ejercida por el varón, que se visualiza en conductas violentas y abusivas, que generan discriminación contra la mujer y le niegan el ejercicio igualitario de sus derechos.Por lo tanto, no es factible entender que la víctima de estos delitos haya prestado un consentimiento libre y eficaz para considerar, si quiera, la posibilidad de una atenuación de la conducta del autor.

Una interpretación de los hechos, que no considerara la perspectiva de género, soslayaría las disposiciones internas y convenciones internacionales en la materia,1 que ponen en cabeza de los poderes del Estado la obligación de adoptar políticas y generar los medios necesarios para remover  la desigualdad de género y las relaciones de poder sobre las mujeres.



Estado de la discusión

La Victimología ha descubierto que ciertas víctimas provocan o favorecen el hecho delictivo. Tal “co-responsabilidad” tendría un correlato sobre la calificación jurídico penal de la conducta del autor y en la configuración del hecho punible, que puede generar atenuación punitiva o inclusive la exoneración del acusado, al considerar que no necesariamente todo sujeto pasivo es víctima del delito, sino, al contrario, un sujeto que interactúa dentro de la dinámica de victimización (Jiménez, 2010, p. 57).

Así, si se parte de la hipótesis de que en algunos supuestos el sujeto lesionado provoca o favorece el hecho delictivo, es decir, coopera en la configuración del delito, la lógica consecuencia será que esa participación deba influir sobre la calificación jurídico penal de la conducta del autor, a los fines de atenuar o eximir su responsabilidad frente al hecho cometido.

Sin embargo, la consideración de la conducta de la víctima en el análisis de la responsabilidad del autor, atenuándola o incluso excluyéndola aduciendo una “co-responsabilidad”, puede llevarnos a resultados negativos que propicien sentimientos de culpa en la víctima y a una inversión fáctica entre los involucrados. Veamos, a continuación, las corrientes doctrinarias que analizan el comportamiento de la víctima para establecer si el autor debe o no ser responsable penalmente.



  1. La distinción entre cooperación en una autopuesta en peligro y heteropuesta en peligro consentida

El estado de la cuestión es ampliamente debatido en el ámbito del derecho extranjero, principalmente en Alemania y España, en donde su análisis comienza a ganar terreno en el ámbito de la imputación objetiva. En efecto, surge la figura de “la puesta en peligro de otro con su consentimiento (heteropuesta en peligro consentida)” (Roxin, 1973, p. 241), convirtiéndose en una de las cuestiones más debatidas de la Parte General del Derecho penal.

El punto de partida de este autor consiste en diferenciar la cooperación a una autopuesta en peligro dolosa de una heteropuesta en peligro consentida. En el primer caso, la víctima sufre un daño a través de su propia acción arriesgada, aunque también otro haya contribuido a producirlo. Para ilustrar esta concepción, cita el ejemplo de dos personas, A y B, quienes emprenden en un terreno intransitable una carrera de motos, en la que A sufre por su propia culpa un accidente mortal. En este caso, B, aunque haya cooperado causalmente a la muerte de A, no puede ser penado por un homicidio imprudente, pues, la puesta en peligro de A es penalmente irrelevante por lo que tampoco puede ser punible la participación de B en tal suceso (Roxin, 2013).

Así lo sostuvo el Tribunal Supremo Alemán (Bundesgerichsthof, BGH), quien, en la sentencia 32, “caso de la jeringuilla”, de fecha 14 de febrero de 1984, absolvió a quien había sido condenado por homicidio imprudente tras facilitar una jeringuilla de heroína a otra persona, falleciendo ésta tras inyectársela de propia mano (Roxin, 2013). Desde entonces, se sostiene en Alemania, de forma prácticamente unánime, la impunidad de la cooperación en una autopuesta en peligro dolosa.

A diferencia del derecho argentino, en donde la participación en un suicidio es punible (art. 83 CP), en el derecho alemán dicha cooperación es impune, por lo que no puede ser punible, ni se encuentra abarcado por el fin de protección de la norma, el favorecimiento o cooperación en una autopuesta en peligro dolosa.

Lo anteriormente expuesto, tiene su fundamento en que, si se puede provocar impunemente lo más (la autolesión), con mayor razón ha de dejarse sin sanción lo menos (la autopuesta en peligro), es decir, se aplicaría el argumento de maiore ad minus (quien puede lo más, puede lo menos).

En la heteropuesta en peligro consentida, en cambio, es un tercero el que, como autor directo, mata o lesiona a la víctima, pero porque ésta asume tal puesta en peligro con pleno conocimiento del riesgo de lesión, para su vida o su integridad física, al que aquél la somete (Roxin, 2013). Un ejemplo sería el caso de una persona que, consciente de que quien se encuentra al volante de un automóvil no se encuentra en condiciones de conducir por encontrarse alcoholizado, pero, igualmente, accede a ocupar el puesto de acompañante, produciéndose posteriormente, a consecuencia de una previsible maniobra imprudente del conductor, un accidente de tránsito en el que el acompañante pierde la vida o resulta lesionado.

Como se observa, en la heteropuesta en peligro consentida, el sujeto pasivo no desencadena el suceso lesivo por sí mismo, sino que se expone al peligro originado por otro y no tiene la posibilidad de intervenir para controlar o cancelar dicho peligro.

Además, quien se expone a una heteropuesta en peligro, normalmente no tiene el mismo conocimiento de la capacidad del otro para dominar las situaciones arriesgadas, no puede valorar la medida y los límites de su propia habilidad. Aquí, el autor ingresa en la esfera jurídica ajena, algo que no ocurre en el caso de la autopuesta en peligro.

Si se vuleve al ejemplo del conductor alcoholizado, el acompañante no puede saber con exactitud en qué medida aquel será capaz de sobrellevar los riesgos que se le presenten y cómo controlará las situaciones riesgosas que acaezcan en el camino. Por lo que, el acompañante contará con pocas o nulas posibilidades de intervenir en el suceso, que será dominado casi en su totalidad por el conductor.

Algo similar ocurrió en el conocido “caso de la prueba de la aceleración” (Beschleunigungstest-Fall), en donde el Tribunal Supremo Federal de Alemania (Bundesgerichsthof, BGH), sentencia 53, de fecha 20 de noviembre de 2008, resolvió el siguiente supuesto: unos jóvenes habían organizado una competición automovilística (una “prueba de aceleración”), consistente en que dos automóviles, circulando uno al lado del otro a una velocidad de 240 km/h, adelantasen a un tercer vehículo que no estaba implicado en la competición. Al efectuar esta difícil maniobra por la estrechez del camino, uno de los automóviles volcó y uno de sus pasajeros murió.

En el supuesto mencionado, las personas que se encontraban en el interior de los vehículos estaban de acuerdo con participar en dicha prueba de aceleración e incluso la que resultó muerta había dado la señal de salida. No obstante, para poder determinar si ambos conductores fueron responsables de un homicidio imprudente, el tribunal tomó como criterio decisivo el dominio del hecho para delimitar la heteropuesta en peligro consentida respecto de la cooperación a una autopuesta en peligro dolosa. Así, entendió que el tercero que interviene en la producción de un daño o peligro no puede quedar exento de pena si tuvo el dominio del hecho, siendo posible dicha constatación tanto en los delitos dolosos como imprudentes.

Sin embargo, quienes encuentran este recurso a la teoría de la participación equivocado, entienden que no se trata de analizar quién tiene el dominio del hecho, que en relación al tipo realizado no posee ninguno de los intervinientes, sino que lo relevante será saber de quién procede la puesta en peligro que se realiza inmediatamente en el resultado (Roxin, 2013).

En algunos casos, la heteropuesta en peligro es equiparable a la simple participación en una autopuesta en peligro y, entonces, aquí no habrá imputación objetiva a la conducta del autor, la que, por ello, será atípica (Luzón Peña, 2008). Para que tal situación se presente, la persona puesta en peligro debe ser consciente del riesgo en la misma medida que el agente que lo pone en peligro, sumado a que el daño provenga del riesgo que la persona acepta correr y no de otros, y que la persona puesta en peligro tenga la misma responsabilidad por la actuación común que quien le pone en peligro, lo que supone que sea imputable y que no esté coaccionada.

Ejemplo de lo manifestado, son los casos en donde alguien tiene, libremente y sabiéndolo, contactos sexuales sin protección con un enfermo de SIDA y se contagia. Estos casos, se tratan frecuentemente desde el punto de vista de que el infectado toma parte en una autopuesta en peligro de su pareja. Pero, como la puesta en peligro parte exclusivamente del infectado, y la pareja únicamente se expone a aquella, se trata de una heteropuesta en peligro consentida, completamente comparable con el caso de que alguien se haga inyectar una droga por otro (Gimbernat Ordeig, 2007).

Desde esta perspectiva, entonces, la puesta en peligro ajena (heteropuesta en peligro), por mucho que sea aceptada o consentida por quien resulta afectado, en principio, es punible (Roxin, 2013). Solo, excepcionalmente, el autor podrá quedar impune cuando concurran los requisitos que se han mencionado en el párrafo anterior.

Por lo tanto, la solución para resolver estos casos no se encuentra en el consentimiento del lesionado, sino en la cuestión de la imputación al tipo objetivo. Esto es así, ya que quien consiente en una heteropuesta en peligro tiene en general un “poder de evitación” menor, ya que no puede valorar el riesgo de la conducta con la misma precisión que el propio autor ni tampoco puede intervenir en ese acontecimiento en la misma medida.



  1. El principio de autorresponsabilidad

Quienes se basan en el principio de autorresponsabilidad para el tratamiento del problema, parten de la idea de que cada uno responde por sus propios actos y de las consecuencias que deriven de ellos, incluyendo los riesgos que el sujeto decide correr, siendo el correlato de libre desarrollo de la personalidad del individuo.

La victimodogmática añade como fundamento adicional que, en muchos de estos casos, como en la estafa, los delitos contra la intimidad, la libertad sexual o incluso contra la vida e integridad física, el titular del bien jurídico no adopta suficientes medidas de protección, por lo que desaparece el merecimiento o la necesidad de protección penal y, por consiguiente, la imposición de una pena. Así, Jakobs (1997) fundamenta este principio partiendo del modelo de ordenamiento jurídico que a su vez parte del ciudadano como sujeto autónomo y titular de un ámbito propio de autoorganización.

Si se sigue con esta línea de pensamiento, pero dándole una fundamentación al principio basado en la capacidad de autodeterminación del ciudadano, Cancio Meliá (2001) considera que la distinción referida a la auto y heteropuesta en peligro de Roxin (2013), carece de fundamento suficiente para servir de base al enjuiciamiento dogmático de la conducta de la víctima. La diferenciación entre “participación en una autopuesta en peligro”, en principio impune, y una “heteropuesta en peligro”, en principio punible, resulta de muy difícil constatación en los casos concretos.

Este autor propone, como punto de partida, el principio de autorresponsabilidad, la noción de ciudadano como sujeto autónomo, quien posee libertad de organización arriesgada, por lo que será el titular de los bienes jurídicos en juego quien deba asumir de modo preferente los daños que puedan derivar de ella. Lo contrario, refiere Cancio Meliá (2001), implicaría privar al titular de su libertad de organización e imponer a los demás un deber de tutela que, al no estar formulado de modo expreso, no existe.

Las líneas fundamentales para extraer del binomio autonomía/responsabilidad la existencia de un ámbito de responsabilidad preferente de la víctima, se basan, en primer lugar, en la determinación de la atribución de la víctima del daño como un problema de tipicidad. En segundo lugar, la idea de autorresponsabilidad sólo podrá servir de pauta cuando el contexto normativo efectivamente esté orientado a garantizar la libertad frente a intromisiones en la esfera de la víctima y no sea oportuna una intervención tuitiva. Y, en tercer lugar, solo derivarán consecuencias jurídico penales del principio de autorresponsabilidad para la conducta del autor, cuando la actividad pueda ser efectivamente atribuida a la víctima (Cancio Meliá, 2001).

Asimismo, Cancio Meliá (2001) señala que existe una institución dogmática denominada “imputación al ámbito de responsabilidad de la víctima”, que operará en aquellos supuestos en donde: a) la actividad de riesgo se corresponda con una organización conjunta de autor y víctima y permanezca en ese ámbito; b) siempre que la conducta de la víctima no tenga falta de responsabilidad o de conocimiento suficiente de modo que sea instrumentalizada por el autor; y c) que no exista un deber de protección específico del autor sobre los bienes jurídicos de la víctima.

Desde la perspectiva adoptada por el referido autor, se desprende que la imputación a la víctima debe configurarse como una institución dogmática incluida en el primer nivel de la imputación objetiva, esto es, la imputación del comportamiento o de la conducta. En efecto, si el suceso realizado de modo conjunto es atribuido al ámbito de responsabilidad de la víctima, no puede ser típica la conducta del autor (Cancio Meliá, 2001, p. 291).

En tal sentido, entiende por riesgos de la organización conjunta aquellos elementos inherentes o inevitables de la actividad que emprenden, que elige asumir la víctima con su autonomía. En cambio, no se excluirá la imputación y responsabilidad del autor si la víctima acepta o provoca consciente o inconscientemente el riesgo, pero sin previa o simultánea organización conjunta, o existiendo previamente, pero extralimitándose el autor (Cancio Meliá, 2001).

En esta línea de pensamiento, Schünemann (2002) habla de una figura dogmática de la parte general, gemela de las aportaciones de la víctima y representada por este principio de autorresponsabilidad. La imposición de la pena como última ratio del Estado, no es apropiada en aquellos casos en los cuales la víctima no merece protección o no necesita de protección.

Sin embargo, comparto la opinión de quienes entienden que el principio de autorresponsabilidad -en el sentido de que quien no cuida sus bienes no merece la protección jurídica- desnaturaliza las bases mismas del Derecho Penal, que deja de ser protección de bienes, y viola el principio de la extrema ratio, que está fundamentado en que la intervención penal sólo puede darse ante la agresión a bienes jurídicos de importancia.









  1. Principio de alteridad o de no identidad en la creación del riesgo como fundamento de la imputación (y de identidad o no alteridad como fundamento de la no imputación)

Luzón Peña (2008) presenta su posición partiendo de la distinción efectuada por Roxin (2013), entre participación impune en una autopuesta en peligro y heteropuesta en peligro o puesta en peligro ajena consentida que es punible, con la excepción de ciertos casos de equiparación de ésta a la participación en una autopuesta en peligro, manifestando que dicha equiparación es correcta. Sin embargo, Luzón Peña (2008) considera que para llegar a dichas conclusiones se necesita una base más sólida que la ofrecida por su creador.

Así, considera que dicha clasificación no puede depender del mero conocimiento común y exacto del riesgo por parte de la víctima y el agente. Es necesario, además, que haya un control compartido del riesgo por la víctima y el tercero, para que la conducta no sea punible.

La fundamentación de Roxin (2013) de por qué se imputa la heteropuesta en peligro aunque sea consentida y no el favorecimiento de la autopuesta en peligro, no puede limitarse sólo con el argumento a maiore ad minus, con la impunidad por atipicidad de la simple participación en el suicidio o la autolesión, pues ese argumento solo es válido para algunos ordenamientos jurídicos, como el alemán y no para otros, que sí castigan la participación en el suicidio.

Así, con una fundamentación distinta, Luzón Peña (2008) toma del Derecho Romano el “principio de alteridad” o “ajenidad” de la lesión (alterum non laedare, no dañar o no lesionar a otro) como criterio decisivo para establecer la existencia o no de responsabilidad jurídica. Plantea que este principio se puede formular de un modo negativo como “principio de no identidad” entre el autor y la víctima de la lesión para la existencia de la responsabilidad jurídica, porque si un sujeto se daña a sí mismo, con su accionar no afecta a la convivencia externa y, por tanto al derecho, sino en todo caso a su ámbito interno de la moral. De allí que el límite al ius puniendi derive del principio liberal de lesividad, nocividad u ofensividad, lo que implica que para que exista un delito la conducta debe suponer un daño ajeno concreto para otro o para la comunidad y no basta con su mera inmoralidad.

La base de la antijuridicidad material no solo se limita a la lesión, sino que se amplía también, a la peligrosidad para bienes jurídicos ajenos; por lo que el principio (prohibición) de alteridad como no lesionar a otro debe ampliarse a no poner en peligro a otro. Así, al no existir la prohibición de “identidad” de lesionarse o ponerse en peligro a sí mismo, a los bienes jurídicos propios (principio de no identidad entre autor y víctima de la puesta en peligro); y “al no estar prohibido como regla lo principal, la autolesión o la autopuesta en peligro, tampoco – menos aún- se prohíbe el simple favorecimiento ajeno de la misma, que no está jurídicamente prohibida” (Luzón Peña, 2008, p. 30).

Conforme lo anterior, y en el marco de la imputación objetiva, en la heteropuesta en peligro consentida, el sujeto pasivo, aun cuando consienta el riesgo, deja que sea el tercero el que, de modo doloso o imprudente, controle y determine objetivamente el peligro, el curso del hecho, y sea autor exclusivo de la puesta en peligro y posterior lesión, teniendo en sus manos el control y dominio del riesgo.

En los casos de heteropuesta en peligro o autoría de una puesta en peligro ajena, por mucho que sea consentida por la víctima, es aplicable el criterio de la alteridad (la prohibición de lesionar o poner en peligro a otro) y, por lo tanto, existirá una imputación objetiva del resultado a la puesta en peligro realizada por el tercero, ya que es éste quien crea o domina objetivamente el riesgo.

Lo contrario son los casos de autopuesta en peligro, en donde la víctima acepta el peligro, pero no la lesión, favorecida por un tercero, en donde por mucho que este colabore o la facilite, el control sobre la situación sigue estando en poder de la víctima, que es la única que posee la determinación objetiva del curso peligroso de la acción, incluso el dominio, siempre que posea conciencia del riesgo y lo haya asumido voluntariamente. Aquí, Luzón Peña (2008, p. 30) considera que no es aplicable el criterio de la alteridad, sino el de “identidad entre autor y víctima de la puesta en peligro”, con la consiguiente imputación del resultado al propio sujeto pasivo y no a la conducta del tercero.

Asimismo, Luzón Peña (2008) plantea el supuesto de ciertos casos de heteropuesta en peligro consentida que se equiparan a la participación en una autopuesta en peligro, pero el fundamento de esa equiparación no puede basarse sólo en que la víctima tenga el mismo conocimiento del riesgo que el agente, que sea imputable y que no esté coaccionada, y que el tercero no vaya más allá de lo que acepta o le pide la víctima, sino que además debe existir un “control compartido del peligro” por la víctima y por el autor. Estos son supuestos de autoría compartida con otro agente, es decir, de lo que se denomina coautoría en la teoría de la autoría y participación delictiva.

Todo va a depender de si la víctima tenía el control del riesgo del hecho peligroso. Si lo tiene, estamos ante un caso de coautoría, y en estos casos resulta más justificado considerar que de los dos coautores prevalece y predomina la autoría de la propia víctima sobre la puesta en peligro y no la autoría ajena. Prevalece aquí la perspectiva de la “identidad” entre la creación del riesgo del autor y víctima, de la “no alteridad” del daño o lesión, y, por lo tanto, habrá imputación primaria del riesgo y de su resultado a la conducta de la propia víctima. Dicho supuesto se daría en los mismos casos planteados por Roxin (2013) como de heteropuesta en peligro aceptada por la víctima.

Contrario a la posición planteada, Roxin (2013) sostiene que el problema de delimitación entre autopuesta en peligro y heteropuesta en peligro no puede depender de un criterio decisivo como el dominio del hecho. Entiende que el recurso a la teoría de la participación resulta equivocado, ya que no se trata de saber quién posee el dominio, sino de quien procede la puesta en peligro que se realiza inmediatamente en el resultado. Así, en el ejemplo del caso del SIDA antes citado, encontrándose informada la víctima de la enfermedad de su pareja y manteniendo relaciones sexuales con esta, si consideráramos que ambos intervinientes tienen el dominio del hecho, porque la conducta se desarrolla de un modo conjunto, podría considerarse que estamos ante un caso de autopuesta en peligro dolosa, ya que el dominio del hecho concurriría también en la persona sometida a la situación de peligro.

Sin embargo, coincido con el criterio de Roxin (2013), antes citado, en considerar que el criterio decisivo no se encuentra en el dominio del hecho ni en la teoría de la participación, sino que lo determinante es establecer qué acción conduce inmediatamente a la puesta en peligro típica. De esta manera, la solución al caso del SIDA, será una heteropuesta en peligro consentida, pues el peligro procede sólo de la persona infectada. Vemos con este claro ejemplo, que, según la postura asumida, la solución podría variar y con ella la implicancia en la responsabilidad penal del autor.



Análisis del consentimiento de la víctima en los delitos de violencia de género

Habiendo desarrollado el estado de la discusión en materia de Victimodogmática, se plantea el interrogante acerca de si dichos postulados, o alguno de ellos, pueden ser aplicados a los delitos de violencia de género.

Para comenzar, es necesario efectuar una precisión conceptual acerca de lo que se entiende por género. Cuando se hace referencia a la diferencia sexual que nos marca desde el nacimiento a unos y a otras nos referimos a una condición biológica o genética, que tiene como base la diferencia entre órganos femeninos y masculinos. La cuestión de género, por el contrario, hace alusión a una construcción social, cultural y, por ende, histórica (Faur, 2019).

Estas expectativas de roles diferentes asignados a las mujeres y a los varones inciden en la percepción que los individuos tienen acerca de sí y de otras personas, por su pertenencia a un género determinado. Así, se consolidan los estereotipos de género, que constituyen prejuicios acerca de los atributos y roles determinados que deben asignarse a las personas en función del género.

En esta línea, se destaca la resolución del caso “Caso González y Otras (“Campo Algodonero”) vs. México”, de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, de fecha 16 de noviembre de 2009, en donde ha sostenido que:

(…) el estereotipo de género se refiere a una preconcepción de atributos o características poseídas o papeles que son o deberían ser ejecutados por hombres y mujeres respectivamente. (…) Es posible asociar la subordinación de la mujer a prácticas basadas en estereotipos de género socialmente dominantes y persistentes, condiciones que se agravan cuando los estereotipos se reflejan, implícita o explícitamente, en políticas y prácticas, particularmente en el razonamiento y el lenguaje de las autoridades de policía judicial. La creación y el uso de estereotipos se convierten en una de las causas y consecuencias de la violencia de género en contra de la mujer.

Para eliminar la discriminación contra las mujeres, es imprescindible tomar consciencia de este fenómeno cultural y aprender a dejar de lado los estereotipos, ya que su existencia genera “violencia de género”. Esta, es entendida como una violencia que se nutre de componentes diferentes a aquellos que caracterizan a los crímenes violentos convencionales: nos encontramos frente a una relación asimétrica entre el varón y la mujer en un contexto específico en el que germina la conducta criminal para doblegar y someter a la víctima (Buompadre, 2019).

De esta manera, la violencia es poder y el poder genera sumisión, daño, sufrimiento, imposición de una voluntad, dominación y sometimiento. La violencia presupone, por lo general, posiciones diferenciadas, relaciones asimétricas y desiguales de poder. La violencia de género implica todo esto, y mucho más, cuya “hiperincriminación” se justifica, precisamente, porque germina, se desarrolla y ataca en un contexto específico, el contexto de género (Buompadre, 2019, p. 2).

Los estereotipos de género no solo se crean y forman parte de la sociedad, sino que, en muchas oportunidades, se reflejan en las resoluciones judiciales. Esto ocurre cuando se exige a la víctima determinadas conductas (por lo general, de defensa) para considerar la existencia del delito perpetrado por su victimario. O también, cuando se analiza una supuesta provocación o consentimiento de la víctima en el hecho delictivo, esto es, una autopuesta en peligro consentida, con la consecuente atenuación o eximición de pena al autor en el caso de duda acerca de su existencia.

Un ejemplo de cómo los estereotipos de género operaron en la práctica judicial y de cómo se analizó la existencia o no de una puesta en peligro consentida por la víctima de violencia de género, fue el caso “Leiva, María Cecilia s/ homicidio simple”, de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, de fecha 01 de noviembre de 2011. Allí se planteó el caso de una mujer que, tras ser víctima de reiteradas agresiones físicas y verbales por parte de su concubino, y como consecuencia del último ataque perpetrado por este, se defendió y acabó con la vida de su pareja asestándole un puntazo con un destornillador.

La Cámara en lo Criminal de Primera Nominación de la Provincia de Catamarca, condenó a María C. Leiva a doce años de prisión por homicidio simple perpetrado en contra de su pareja. Ante esta situación, el defensor de Leiva interpuso recurso de casación, al entender que, en el caso, el tribunal de juicio había ignorado algunas pruebas que permitían concluir que su defendida había actuado en legítima defensa. Sin embargo, la Corte de Justicia de Catamarca resolvió hacer caso omiso.

Contra esa resolución, la defensa de Leiva planteó recurso extraordinario ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación, quien finalmente afirmó que el tribunal inferior descartó erróneamente la legítima defensa, ya que solo se concentró en la conducta desplegada por Leiva para descartar la concurrencia de dicha causa de justificación.

El a quo sostuvo que, aún si hubiera mediado agresión ilegítima por parte de la víctima respecto de la imputada, ha sido “esta quien se sometió libremente”, de manera tal que la situación de necesidad se generó con motivo “del concurso de su voluntad (…)” y debido a esa razón, “no puede invocarla para defenderse”. La Corte Suprema de Justicia, entendió erróneo ese análisis, refiriendo que no se puede derivar que ella se sometió libremente a una hipotética agresión ilegítima, por su sola permanencia en el domicilio en el que convivía con el occiso, a la que el Tribunal Inferior asignó, sin más, un carácter voluntario. Dicho accionar, no puede interpretarse como un sometimiento libre a la violencia, con la consecuencia de descartar un supuesto de legítima defensa.

Esta última forma de interpretación jurisprudencial es la correcta, ya que, sostener lo contrario, soslayaría las disposiciones de las Convenciones internacionales y normas internas que avanzan sobre la materia. Así, la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer (Convención Belém do Pará),2 en su preámbulo sostiene que la violencia contra la mujer constituye “(…) una violación a los derechos humanos y las libertades fundamentales (…)”, “(…) una ofensa a la dignidad humana y una manifestación de las relaciones de poder históricamente desiguales entre mujeres y hombres”. Asimismo, al referirse a cuáles son los derechos que se pretende proteger a través del instrumento, menciona en su artículo 3, en primer término, que toda mujer tiene derecho a una vida libre de violencia, tanto en el ámbito público como en el privado.

Concordante con los fines de la convención, la Ley de protección Integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres en los ámbitos en que desarrollen sus relaciones interpersonales (Ley 26485), tiene como principal objetivo erradicar cualquier tipo de discriminación entre varones y mujeres y garantizar a estas últimas el derecho a vivir una vida sin violencia. Además, define los diversos tipos de violencia en contra de la mujer, como así también las distintas modalidades en que suele ser ejercida. Finalmente, establece un principio de amplitud probatoria tanto para tener por acreditados los hechos cuanto para resolver en un fallo al respecto, en su artículo 16 inciso “i”: inciso “a”: “Para acreditar los hechos denunciados, teniendo en cuenta las circunstancias especiales en las que se desarrollan los actos de violencia y quiénes son sus naturales testigos”.

El Tribunal Superior de Justicia de Córdoba, en el caso “SÁNCHEZ, Leonardo Javier p.s.a. abuso sexual con acceso carnal agravado, etc.”, de fecha 04 de mayo de 2012, se ha expedido en relación a la prueba de los delitos de violencia de género, sentando el criterio de amplitud probatoria y no fragmentación. Así, ha manifestado que en los delitos de violencia de género existe una pluriofensividad delictiva: “…precisamente el 'contexto de violencia' ”, comprendido como un fenómeno de múltiples ofensas de gravedad progresiva, debe ser ponderado en su capacidad de suministrar indicios. Ello así, porque si bien los tipos penales están configurados como sucesos que aíslan ciertos comportamientos ofensivos contra un determinado bien jurídico en general, esta segmentación no puede hacer perder valor probatorio al integral fenómeno pluriofensivo de la violencia en el particular contexto, en el que se entremezclan diferentes modalidades que incluyen malos tratos físicos, psíquicos, amenazas, y, como en el caso, pueden incluir modos graves de privación de la libertad.

De lo anteriormente expuesto, se deriva que el análisis de una supuesta “co-responsabilidad” de la víctima en los delitos de violencia de género, implica analizar los hechos con una visión sesgada y sin perspectiva de género. Así, por ejemplo, se debe analizar de un modo diferente la figura de la legítima defensa, en particular, la agresión ilegítima que exige la figura. En la mayoría de estos casos, nos va a faltar ese requisito, ya que vamos a estar en presencia de una víctima con temor a reaccionar de manera inminente a la agresión recibida, porque considera que no podrá defenderse o por miedo a sufrir un daño mayor al recibido. Por lo tanto, la defensa casi siempre va a ser tardía, incluso acometerá contra el hombre cuando encuentre la oportunidad, como ocurre cuando se lesiona al agresor mientras está dormido.

En un contexto de violencia de género, para entender por qué una mujer en esa situación de violencia aguda y crónica mató a su agresor, y por qué esperó, por ejemplo, hasta que él estuviera dormido para hacerlo, se debe entender su experiencia de género, como mujer y como madre (Williams, 1999). En este sentido, estamos ante una mujer que no se siente capaz de poder obrar contra él, porque lo siente más fuerte que ella y a menudo, teme que las golpizas y/o agresiones sean cada vez más intensas o piensa que si ella se retira del domicilio que comparten, él efectivamente cumplirá sus amenazas de muerte.

Como se hiciera referencia, la conducta de la víctima está enmarcada en una relación de opresión basada en la violencia sistemática, por lo que nunca puede hablarse de un sometimiento libre a la agresión de su pareja, como tampoco de un concurso de voluntades. Los jueces que, por ejemplo, usan la doctrina de la legítima defensa no considerando el contexto específico en donde se desarrolla, están violando el principio de igualdad de género.

Marchiori (2010, p. 212) se ha expedido al respecto manifestando que “(…) una de las particularidades que caracterizan la violencia doméstica, es el tiempo de victimización, porque a diferencia de otros delitos aquí la víctima sufre reiterados comportamientos agresivos, una escalada de violencia cada día o semana más agravada y de mayor riesgo”, caracterizada por su duración, multiplicidad y aumento de gravedad.

Un análisis semejante, se puede efectuar en los delitos contra la integridad sexual perpetrados en contexto de género, cuando los jueces exigen que la víctima haya resistido al ataque, no alcanzando con la simple negativa de la mujer para demostrar que no hubo consentimiento. Así, se requiere erróneamente la prueba de la falta de asentimiento o provocación por parte de quien sufre la agresión sexual, carga que se coloca en cabeza de la víctima.

En nuestro país, un ejemplo de lo manifestado y paralelamente de cómo se encuentran instaurados los estereotipos de género, se dio en el caso “Solís Chambi, Víctor Alejandro s/recurso de casación”, del Tribunal Oral N° 23 de Capital Federal, de fecha 02 de junio de 2015. Allí, se analizó un caso de violencia sexual que involucraba a dos hermanas, una de trece y otra de quince años de edad, por parte de un hombre de veintinueve años quien se encargaba de trasladarlas a sus actividades escolares. Ambas quedaron embarazadas como resultado de las violaciones. El tribunal analizó la prueba del consentimiento de las víctimas para determinar si existía el delito. Estableció que respecto de la menor de trece años se encontraba probado que no pudo consentir; mientras que respecto de la niña de quince años, entendió que existía una “situación de duda que no es posible despejar sobre la existencia de violencia”, argumentando que “queda el remanente de la ilicitud del acto seductor, que, como se explicó, pudo haber comenzado con engaños, con violencia aparente, o con promesas hasta llegar a la excitación del instinto y a la concreción del concúbito.

Así, si bien ambas hermanas mantuvieron en silencio las violencias sufridas, porque Solís Chambi las mantenía amenazadas con que mataría a sus padres si hablaban, el tribunal solo le creyó a la menor en razón de su edad. La mayor de las hermanas abusadas, en cambio, no superó la prueba de credibilidad, por considerar que no actuó de la manera en que “debía actuar”, ni durante, ni luego de los hechos.

El fallo analizado deja en evidencia de qué manera se interpreta la conducta que una mujer debe tener y se infiere de allí el consentimiento para determinar la existencia o no de la agresión sexual. La consecuencia de este razonamiento es, principalmente, que a través de esa visión estereotipada se impusieron cargas probatorias a la víctima que no se condicen con sus necesidades, capacidades, habilidades o circunstancias particulares en el caso (Gebruers, 2016).

La Convención para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra las Mujeres (CEDAW) recepta específicamente los estereotipos como forma de discriminación contra las mujeres. Así, en el artículo 5 (a) establece:

Los Estados Parte tomarán todas las medidas apropiadas para: a) Modificar los patrones socioculturales de conducta de hombres y mujeres, con miras a alcanzar la eliminación de los prejuicios y las prácticas consuetudinarias y de cualquier otra índole que estén basados en la idea de inferioridad o superioridad de cualquiera de los sexos o en funciones estereotipadas de hombres y mujeres.

El Comité de la CEDAW, órgano del tratado que tiene a su cargo su supervisión e interpretación, se ha expedido a raíz de otro caso “Karen Tayag Vertido c. Filipinasde fecha 22 de septiembre de 2010, en donde una mujer víctima de violencia sexual denunció una violación por parte de un compañero de trabajo. El Tribunal a quo que intervino en el juzgamiento del delito afirmó que no es necesario ejercer resistencia física para determinar un caso de violación. Sin embargo, los estereotipos subyacieron en el discurso cuando el mismo órgano judicial entendió que la víctima reaccionó con resistencia en un momento y con sumisión después.

El comité entendió que el tribunal esperaba un determinado comportamiento de la denunciante al avaluar condiciones como:

¿Por qué, pues, no trató de salir del automóvil en el momento en que el acusado debió haber frenado para no estrellarse contra la pared cuando ella agarró el volante? (...) ¿Por qué no pidió ayuda a gritos cuando oyó al acusado hablando con otra persona? (...). (p. 8.4)

Así, demostró cómo los estereotipos de género se habían manifestado en la sentencia.

Con dichas referencias al fallo, concluyó manifestando que:

(…) la aplicación de estereotipos afecta el derecho de la mujer a un juicio imparcial y justo, y que el poder judicial debe ejercer cautela para no crear normas inflexibles sobre lo que las mujeres y las niñas deberían ser o lo que deberían haber hecho al encontrarse en una situación de violación basándose únicamente en nociones preconcebidas de lo que define a una víctima de violación o de violencia basada en el género en general. (p. 8.4)

Con los ejemplos mencionados, vemos cómo detrás de las resoluciones judiciales subyacen estereotipos de género imperantes en la sociedad y no dejados de lado por los jueces, quienes en sus resoluciones analizan la conducta de quien es víctima del delito y ponen en cabeza de las damnificadas parte de la responsabilidad por el hecho acaecido.

En este sentido, Buompadre (2013, p. 31) explica que la violencia contra la mujer implica también cualquier acto de violencia –activo u omisivo-, físico, sexual, psicológico, moral, patrimonial, etc., que incide sobre la mujer por razón de su género, basado en la discriminación, en las relaciones de desigualdad y de poder asimétricas entre los sexos que subordinan a la mujer, sea en la vida pública o privada, incluida la que es perpetrada o tolerada por los Estados.

En el mismo sentido, la Convención Interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la Mujer (Belén do Pará), en su art. 1 define la violencia contra la mujer como: “cualquier acción o conducta, basada en su género, que cause muerte, daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico a la mujer, tanto en el ámbito público como en el privado”.

A nivel nacional, la Ley de protección integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres en los ámbitos en que desarrollen sus relaciones interpersonales (Ley 26485), en su art. 4, establece que por “relación desigual de poder” debe entenderse que:

Es la relación que se configura por prácticas socioculturales históricas basadas en la idea de la inferioridad de las mujeres o la superioridad de los varones, o en conductas estereotipadas de hombres y mujeres, que limitan total o parcialmente el reconocimiento o goce de los derechos de éstas, en cualquier ámbito en que desarrollen sus relaciones interpersonales.

Consecuentemente, en los casos precedentes se evidencia que no es factible considerar la existencia de “co-responsabilidad” de la víctima, que pueda conducir a excluir la tipicidad del hecho para su autor o atenuarla. El criterio de “imputación a la víctima” o “imputación de la actividad al ámbito de responsabilidad de la víctima”, cuya función es determinar si se ha creado un riesgo no permitido penalmente relevante por su parte, no puede prosperar en este ámbito.

En los casos analizados, por citar solo algunos ejemplos bajo la lupa de la perspectiva de género, no existe una organización conjunta del riesgo, toda vez que por el hecho de que la víctima conviva con su agresor a pesar de la violencia ejercida por él, incluso durante varios años, no configura un control compartido del peligro por parte de la víctima y el autor. Lo que existe, en la mayoría de estos casos, son amenazas de sufrir algún un mal si esa convivencia o relación es finalizada por la víctima.

Así, en el debate surgente de la aplicación de las tesis de victimodogmática parece haber ido ganado terreno la convicción de que se trata de problemas que, más que en la parte general del Derecho Penal, deben analizarse y resolverse en la dogmática de cada delito en particular, atendiendo además a la configuración de cada situación en concreto (Silva Sánchez, 1989).

Conclusión

Podemos afirmar que la violencia contra la mujer no es una cuestión biológica ni doméstica, sino de género, consecuencia de una situación de discriminación intemporal que tiene su origen en una estructura social de naturaleza patriarcal. El género es el resultado de un proceso de construcción social que adjudica simbólicamente determinados valores y roles a hombres y mujeres. Fruto de ese aprendizaje cultural, son las relaciones de poder asimétricas entre ambos sexos, origen de la violencia de género. Estas relaciones de desigualdad y subordinación, basadas en la discriminación, inciden sobre la mujer en razón de su género tanto en el ámbito público y privado, por lo que es oportuna una intervención tuitiva del Estado para garantizar el efectivo goce de los derechos vulnerados.

En esta estructura, y analizando la propuesta de la victimodogmática, que busca introducir la conducta de la víctima dentro de un análisis causal para observar su influencia en el hecho punible a los efectos de disminuir o excluir la responsabilidad del autor, no resulta de aplicación en los delitos de violencia de género. Así pues, en esta clase de delitos, las condiciones personales de las partes y las características contextuales en la que los mismos se desarrollan, no permiten suponer la existencia per se de una aceptación o consentimiento del riesgo por parte de la víctima. El vínculo con el agresor está enmarcado en una relación de sumisión y vulnerabilidad, donde no hay margen a la libre voluntad.

El agresor es el autor exclusivo de la puesta en peligro y posterior lesión, siendo el único que tiene en sus manos el control del riesgo y posee la determinación objetiva del curso peligroso de la acción, incluso su dominio, por lo tanto, la imputación del resultado, solo le compete al sujeto activo. Se desnaturalizaría el espíritu de las convenciones internacionales y normas internas que avanzan sobre la materia, si se considerara la posibilidad de que en los delitos de violencia de género podríamos hablar de provocación o consentimiento de la víctima, que derive en la falta de merecimiento y necesidad de protección jurídica penal frente a la lesión a su integridad.



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1 Como ejemplos, pueden mencionarse: Convención Interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer (“Belém do Pará”), Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la Mujer (CEDAW), Recomendación General Nº 19 del Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer.

2 En 1994, la Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos adoptó la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, la cual fue suscripta por Argentina ese mismo año.


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