Revista Argumentos (ISSN: 2525-0469)
Núm. 18 2024, pp. 57-79
Sección: Artículos
Centro de Perfeccionamiento Ricardo C. Núñez [En Línea]
http://revistaargumentos.justiciacordoba.gob.ar/ DOI: 10.5281/zenodo.12530779
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Cosa juzgada fraudulenta

Discusiones actuales sobre la revisión de la cosa juzgada en contra de la persona imputada*


Fraudulent res judicata

Current discussions on the review of res judicata against the accused person


Jenifer Nadia Schneider*

Resumen: A partir del dictado de ciertas decisiones judiciales, se comienza a elaborar en la doctrina y jurisprudencia un concepto de cosa juzgada fraudulenta, según el cual, es adecuada la revisión de sentencias firmes que sobreseen o absuelven al imputado, cuando se constata que el proceso por el que se llegó a esa decisión incurrió en defectos serios. En esta línea, la discusión se genera porque esta posibilidad entra en tensión con el principio constitucional del ne bis in idem, garantía de seguridad para el imputado. El presente trabajo describe y valora las razones pensadas para justificar que esta garantía no se aplique a los casos identificados bajo este concepto.


Palabras clave: Sentencia firme, Cosa juzgada, Ne bis in idem, Corrupción.


Abstract: From the issuance of certain judicial decisions, a concept of fraudulent res judicata begins to be developed in doctrine and jurisprudence, according to which the review of final sentences that dismiss or acquit the accused is appropriate, when it is verified that the process by which which decision was reached incurred serious flaws. Along these lines, the discussion is generated because this possibility comes into tension with the constitutional principle of ne bis in idem, a guarantee of security for the accused. This work describes and evaluates the reasons thought to justify that this guarantee does not apply to the cases identified under this concept.


Keywords: Final sentence, Res judicata, Ne bis in idem, Corruption.






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* Fecha de recepción: 05/04/2024 Fecha de aprobación: 01/05/2024

**Abogada, UNC (2016).Escribana, Universidad Siglo 21 (2018).Especialista en Derecho Penal, UNC (2023). Email: Jenifer.schn@gmail.com https://orcid.org/0009-0002-3369-5622

  1. Introducción

En nuestro sistema jurídico, la intangibilidad de las sentencias condenatorias firmes es relativa, ya que es posible revisarlas en favor del imputado cuando son erradas o injustas. Lo cierto es que esta posibilidad no genera controversias relevantes. Paralelamente, hasta hace unos años, no había una discusión sobre la intangibilidad de las sentencias firmes cuyo efecto es desincriminar a las personas imputadas, ello varió con el dictado de ciertas decisiones judiciales que abrieron el debate.

En efecto, a partir de estos casos, autores prestigiosos elaboraron una serie de textos de doctrina en los que identificaban el concepto de cosa juzgada fraudulenta. Según este concepto, es adecuada la revisión de sentencias firmes que absuelve o sobresee a quien es imputado, cuando se verifica que el proceso por el cual se llegó a esa decisión incurrió en defectos serios.

Esta propuesta, sin embargo, entra en tensión con el principio constitucional del ne bis in idem (en adelante, NBI), que constituye una garantía de seguridad para el imputado. Es por ello que la doctrina y la jurisprudencia se vale de distintos argumentos para justificar que esa garantía no aplique a este tipo de casos. Frente a esto, este trabajo tiene por objeto describir y valorar las razones pensadas para motivar esas ideas.

En ese orden, en primer lugar, voy a precisar algunas cuestiones conceptuales que definen el marco teórico. Luego, reseño el estado actual de la discusión mediante la exposición de la jurisprudencia relevante y algunas opiniones doctrinarias sobre la materia. Finalmente, me centraré en los distintos argumentos que se han esgrimido para exceptuar a estos casos de la aplicación de la garantía del NBI, y, en ese análisis, remarco los puntos débiles de esas justificaciones, en aras de contribuir a un debate más amplio y profundo de la cosa juzgada fraudulenta.


II.- La falibilidad de las decisiones judiciales y su revisión definitiva

Las decisiones judiciales que definen una solución jurídica a un caso individual, como actos de poder, están condicionadas por la interdicción de arbitrariedad. Ello, en tanto la jurisdicción solo se legitima políticamente de forma racional y legal, dado el carácter cognoscitivo de los hechos y recognocitivos de su calificación jurídica. Así, el deber de fundar los actos jurisdiccionales es una exigencia político institucional propia de una administración de justicia que opera bajo un modelo de Estado constitucional de derecho.

En este orden de ideas, la motivación tiene el propósito de evitar la arbitrariedad de las decisiones judiciales, y responde al ideal de autoridad limitada. Para definir la motivación, por tanto, nos es útil el objetivo que esta persigue. De esto se sigue que las preguntas: qué significa motivar y para qué se motiva no son independientes, sino que están estrechamente vinculadas. Por lo pronto, algo constituirá una motivación de la decisión judicial y de sus premisas en la medida en que se dirija a satisfacer, del mejor modo posible, sus fines.

La motivación se identifica con las razones para justificar la decisión judicial que se expresa a través de sus premisas normativa y fáctica, de las que se deriva su conclusión, que proyecta una norma individual. Bajo el modelo teórico que distingue entre justificación interna y justificación externa de las decisiones judiciales, la motivación de las premisas normativa y fáctica, recibe un tratamiento diferente al de su conclusión. Internamente, una decisión judicial se justifica mediante la derivación lógica que va de las premisas normativa y fáctica a la conclusión que expresa una norma individual.

No obstante, la motivación requiere que se justifiquen externamente ambas premisas, y ello exige argumentarlas. Mientras en la premisa normativa se decide la norma por aplicar para el caso concreto, donde se tienen en cuenta, entre otros, la identificación del material jurídico relevante, la eliminación de lagunas, etc.; en la premisa fáctica se decide si es adecuado o no afirmar que un hecho es verdadero. Tal decisión está condicionada a la posibilidad de justificar el enunciado, lo que implica sostener que ese hecho ha sido probado.

Sobre la premisa fáctica, vale apuntar con más detalle que existe consenso en que es la concepción racional de la prueba la que otorga las razones adecuadas que justifican la decisión judicial. Esta justificación del enunciado fáctico exige demostrar que lo allí formulado ocurrió en el mundo realmente. Se trata del concepto de verdad como correspondencia, según el cual la verdad de un enunciado se corresponde con el mundo, es decir, refleja la realidad. Sin embargo, asumir esta idea no debe confundirse con la tesis que sostiene que lo contenido en la premisa fáctica se corresponde efectivamente con lo ocurrido en el mundo.

Esta distinción es relevante en tanto el fin del proceso y de la decisión que se toma en él, es la búsqueda de la verdad. Este propósito funciona como un objetivo institucional o “ideal de justificación”, y no como una condición necesaria del enunciado. De este modo, la justificación de la premisa fáctica debe considerar que es formulada en un contexto de incertidumbre insuprimible, por lo que, sus enunciados son indefectiblemente falibles. En consecuencia, entre el enunciado fáctico y su prueba hay solo una relación de aproximación.

En razón de lo expuesto, es posible que se registren errores en ambas premisas porque las razones que las sostienen son inadecuadas. Tal estado de cosas habilita la posibilidad de controlar racionalmente las decisiones que se sustentan en esas premisas. Y es así que los sistemas jurídicos de bases liberales han admitido desde siempre mecanismos impugnativos que tienen la función de reducir esas posibilidades de error. Bajo estos presupuestos, entonces, se intenta demostrar que una norma ha sido indebidamente identificada, o que es falso lo que se ha tenido por verdadero (o indebidamente probado), o que es verdadero lo que ha sido tenido por falso.

Ahora bien, pesar de la incertidumbre que caracteriza la toma de decisiones, en particular de la premisa fáctica, existe una necesidad de limitar la cantidad de recursos que puedan interponerse frente a una decisión judicial. Llega un punto en el que se da por definitiva la decisión alcanzada, confiriéndole fuerza de cosa juzgada y no admitiendo, salvo supuestos excepcionales, un nuevo planteamiento de la misma causa.

Un punto no menor es que la decisión que se adopta en el proceso judicial sobre los hechos probados, a diferencia de otros ámbitos del conocimiento, está dotada de autoridad. Pero, reconocer que una decisión produce efectos jurídicos no conlleva a negar que esa decisión pueda ser errónea. Distinto es que, por efecto de la cosa juzgada, a partir de un determinado momento la decisión ya no pueda ser discutida jurídicamente.

Entre los objetivos del proceso penal también es relevante que a través de él se obtenga una decisión que resuelva de forma definitiva el caso penal. La doctrina sostiene que la decisión alcanza fuerza definitiva cuando queda firme o pasa en autoridad de cosa juzgada. Y ello ocurre cuando se agotan los medios impugnativos previstos o ha vencido el plazo para hacerlo. A partir de allí, lo decidido se torna irrevocable y oponible a futuro (Maier, 2016, pp. 91-92).

Así, la cosa juzgada es una garantía que promueve la estabilidad de las decisiones judiciales y estabiliza la resolución de un caso judicial. Al mismo tiempo, genera respeto y apoyo hacia el proceso judicial, lo que no ocurriría si las sentencias tuvieran siempre un carácter meramente provisorio (Morgenstern, 2018, p. 15).


III.- Condiciones para la revisión de las decisiones judiciales firmes

Como es sabido, la cosa juzgada no es absoluta y admite excepciones, dentro de las cuales identificamos en nuestro sistema normativo al recurso de revisión.

Este recurso, independientemente de los ya existentes en el procedimiento en aras del descubrimiento de la verdad, es un postulado inexcusable de justicia, por cuanto la circunstancia que permite acudir a él implica un hecho o medio de prueba que venga a evidenciar con posterioridad la equivocación del fallo.

De forma similar, existe una tensión indudable entre el objetivo procesal de dotar de inconmovible a alguna decisión del sistema jurisdiccional y el político-criminal de garantizar cierto grado de justicia material en toda resolución que emane del sistema (Beling, 1943, como se citó en Goransky, Rusconi, pp. 333-334). Esta función de reconstruir la seguridad jurídica que cumple la decisión firme, en algunos casos es adecuado que ceda. Así, el recurso de revisión admite que se revise la sentencia que posee autoridad de cosa juzgada, pero solo a favor del condenado, y en supuestos excepcionales en los que el mantenimiento de la decisión no contribuiría a esos objetivos. 

Esta vía impugnativa solo ha sido dispuesta a favor del condenado en razón de ciertos postulados del derecho penal liberal y procesal penal que se vinculan con que la revisión sea en beneficio del condenado. Esto sobre la base de sus garantías centrales y las restricciones de derechos que la aplicación de una pena supone (Buteler, 2020, p. 303). En ese sentido, se señala que el recurso de revisión reivindica la presunción de inocencia y fortalece la regla de clausura del proceso penal denominada in dubio pro reo. Ello, en tanto se plasma para enervar situaciones jurídicas consolidadas en perjuicio de los derechos fundamentales del imputado, cuya injusticia debe ser evidente (Arocena, Balcarce, 2006, p. 26).  

Ahora, se desarrolla un argumento que funda la distinción entre revisar sentencias a favor del acusado y no en contra. Este se apoya en la garantía constitucional del NBI. Esta es una garantía cuya identificación y alcance surgía implícitamente del texto del art. 31 de la Constitución Nacional (en adelante, CN), y tras la reforma de 1994 adquirió expresa jerarquía constitucional por medio de la Convención Americana de Derechos Humanos (en adelante, CADH), que en el art. 8. 4. establece que “el inculpado absuelto por una sentencia firme no podrá ser sometido a un nuevo juicio por los mismos hechos”. De forma idéntica, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (en adelante, PIDCP) prescribe en el art. 14. 7 que “nadie podrá ser juzgado ni sancionado por un delito por el cual haya sido ya condenado o absuelto por una sentencia firme de acuerdo con la ley y el procedimiento penal de cada país”. 

Maier (2016, pp. 595-596) sostiene enfáticamente que la regla impide la múltiple persecución penal y se extiende como garantía de seguridad individual para el imputado al terreno del procedimiento penal; por esa razón, tiene también sentido procesal y cubre el riesgo de una persecución penal renovada cuando ha fenecido una anterior o aún está en trámite. Para este autor, el principal efecto de la garantía consiste en impedir absolutamente toda posibilidad de establecer el recurso de revisión en contra del imputado absuelto.

En efecto, las garantías solo juegan a favor y no en contra de quien sufre el poder penal. Por lo tanto, revisar una condena para lograr la absolución o una solución más benigna no es perseguirlo penalmente dos veces, sino más bien darle otra chance para lograr su inocencia, o por lo menos demostrar la aplicación errónea de tal poder (Maier, 2016, pp. 595-596). 

En Argentina parecía que si la cosa juzgada favorecía al imputado era intocable, lo que no era discutido. Pero, a partir del dictado de cierta jurisprudencia, principalmente el fallo “Mazzeo” (2007), la Corte Suprema de Justicia de la Nación (en adelante, CSJN) sostuvo que el NBI podía ceder en ciertas ocasiones. Ello despertó interés académico en cuanto a la posibilidad de revisar resoluciones firmes en contra del imputado absuelto.

En esta línea, se encuentra la doctrina de la cosa juzgada fraudulenta, cuyo estudio exige exponer los principales pronunciamientos judiciales y el enfoque de ciertos autores, lo que se hará a continuación.

Una aclaración al respecto es que si bien el NBI no es el único derecho fundamental para evaluar la admisibilidad moral o validez jurídica de la cosa juzgada fraudulenta, es el que presenta mayor peso argumental para impedir la revisión de las sentencias absolutorias. Por ello, mi trabajo se circunscribirá específicamente a su vinculación con este.

Además, es preciso señalar que a lo largo del trabajo me refiero indistintamente a sobreseimientos y absoluciones firmes, en tanto ambas decisiones implican la conclusión definitiva de la persecución penal en contra de una persona, aunque en la primera no se haya llegado al juicio. Ello, porque en lo que aquí importa, la justificación del NBI es aplicable de igual forma a los dos tipos de pronunciamientos.




  1. La cosa juzgada fraudulenta como creación pretoriana

En el año 2007, nuestra Corte Suprema se pronunció en “Mazzeo, Julio Lilo s/rec. de casación”. En el caso, el Juzgado Federal 2 de San Martín había dictado el 10/11/89 el sobreseimiento definitivo de Mazzeo por presunta participación en delitos de lesa humanidad, junto a otras personas que formaban parte de las Fuerzas Armadas y de Seguridad del Estado. Para ello se basó en el indulto del Poder Ejecutivo reconocido en el decreto 1002/1989, resolución que había quedado firme. Diecisiete años después, se inició un nuevo proceso en el que el juez federal actuante declaró la inconstitucionalidad del decreto de indulto de distintas personas -entre ellos, de Santiago Omar Riveros- y privó de efectos al sobreseimiento. Posteriormente, la Cámara de Apelaciones revocó tal decisión, aunque después la Cámara Nacional de Casación Penal volvió a declarar su inconstitucionalidad, lo que motivó la interposición de un recurso extraordinario por la defensa, que fue rechazado por el máximo tribunal.

Para ello, la CSJN, al referirse a las garantías de cosa juzgada y NBI, sostuvo:

La estabilidad de las decisiones jurisdiccionales, en la medida que constituye un presupuesto ineludible de la seguridad jurídica, es exigencia de orden público, siendo el respeto de la cosa juzgada uno de los pilares fundamentales sobre los que se asienta nuestro sistema constitucional. Sin embargo, dicho principio ha estado sujeto a algunas excepciones. Entre otras razones, el Tribunal entendió que la afectación a la seguridad jurídica, propia de las sentencias firmes no debe ceder a la razón de justicia (...); y que es conocido el principio conforme con el cual son revisables las sentencias fraudulentas o dictadas en virtud de cohecho, violencia u otra maquinación. Y que no puede invocarse tal garantía cuando no ha habido un auténtico y verdadero proceso judicial, ni puede aceptarse que, habiendo sido establecida la institución de la cosa juzgada para asegurar derechos legítimamente adquiridos, cubra también aquellos supuestos en [que] los que se reconoce que ha mediado sólo un remedo de juicio. 

En la misma línea, el fallo más relevante de la Corte Interamericana, y al que hace alusión también la Corte Suprema en “Mazzeo”, es “Almonacid Arellano vs. Chile” (2006). El tribunal interamericano, en lo que respecta al NBI, señaló:

  (...) a pesar de ser un derecho reconocido en la Convención (art. 8.4), no es absoluto y, por tanto, no resulta aplicable cuando: ‘i) la actuación del tribunal que conoció el caso y decidió sobreseer o absolver al responsable de una violación a los derechos humanos o al derecho internacional obedeció al propósito de sustraer al acusado de su responsabilidad penal; ii) el procedimiento no fue instruido independiente o imparcialmente de conformidad con las debidas garantías procesales; o iii) no hubo la intención real de someter al responsable a la acción de la justicia. Una sentencia pronunciada en las circunstancias indicadas produce una cosa juzgada ‘aparente’ o ‘fraudulenta’.

En ese entonces, esta relativización de la cosa juzgada realizada por el alto cuerpo en “Mazzeo”, generó posiciones encontradas. Por un lado, estaban quienes defendían una solución punitivista respecto a la última dictadura militar en Argentina, y por el otro, quienes consideraban que perseguir penalmente esas graves violaciones a los crímenes contra la humanidad excepcionando garantías como el NBI, constituía una forma de “neoinquisición” o “neopunitivismo” (Guzmán, 2008, p. 203).

Al margen de estas críticas, estos casos repercutieron de modo relevante en el desarrollo de la jurisprudencia sobreviniente. Así, se afirma que “la viabilidad de la cosa juzgada fraudulenta está sustentada por valores constitucionales, una línea jurisprudencial concordante de la CSJN y precedentes nacionales y regionales” (Morgenstern, 2018, p.150). Y, en este contexto, surge entonces que la cosa juzgada fraudulenta es una creación pretoriana.

En este orden de ideas, el fallo “Galeano” (2013) es otro de los precedentes más relevantes sobre el tema. En este caso, la defensa del entonces juez Galeano interpuso recurso de casación contra la resolución de la Sala I ad hoc de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal, que declaró la nulidad del sobreseimiento firme dictado en su favor en el marco de la causa 3150/971 en orden al delito de peculado. La decisión impugnada se adoptó con base al instituto de la cosa juzgada fraudulenta.

Al respecto, la Cámara Nacional de Apelaciones sostuvo que de la causa 3150/97 surgía que el acusado no había sido sometido a una persecución penal genuina, ya que, si bien el procedimiento se había originado de forma regular mediante un requerimiento fiscal de instrucción, el juez a cargo de la investigación solo había adoptado unas pocas medidas probatorias sin valor y había cerrado la causa sin más trámite con el auto de sobreseimiento. Además, el tribunal consideró que las actuaciones habían estado guiadas no por el objetivo de esclarecer los hechos denunciados y promover el castigo a sus responsables, sino para asegurar la impunidad de quien en ese tiempo estaba a cargo de la investigación judicial. Así, el pronunciamiento había sido fraudulento y, en consecuencia, el sobreseimiento dictado inidóneo para producir los efectos propios de la cosa juzgada.

Como entiende Morgenstern (2018, p.150), la regla general contenida en el fallo de la mayoría es que el sobreseimiento de Galeano encuadra dentro de las causales de vicios formales y sustanciales y también de error judicial. En efecto, es nulo por basarse en prueba incompleta y/o fraudulenta, además de la ausencia de riesgo procesal. En tanto, la mayoría explicó la garantía invocada por la defensa a la luz del principio de seguridad jurídica, sin embargo, al iniciar su fundamentación se aclaró que las sentencias deben ser justas y que lo decidido abre la posibilidad de un nuevo estudio de los hechos denunciados, a fin de realizar un verdadero examen jurisdiccional.

Posteriormente, también se expidió la Cámara Federal de Casación Penal que rechazó el recurso presentado por la defensa de Galeano, pese a ello, cada magistrado firmante fundó la decisión con distintos argumentos.

De este modo, la doctora Ledesma lideró la votación con base a la jurisprudencia de la Corte IDH y en decisiones de la CSJN. Para ello, se valió del distinto alcance que cabe darle a la cosa juzgada en procesos penales en los que se investigan delitos de lesa humanidad o graves violaciones a los derechos humanos. En este sentido, resaltó que “Mazzeo” representa el antecedente más emblemático en cuanto a la posibilidad de desplazar la cosa juzgada. Indicó que allí nuestro máximo tribunal, para lo que tuvo en cuenta lo resuelto por la Corte Interamericana en “Barrios Altos” sentó que “(...) han quedado establecidas fuertes restricciones a las posibilidades de invocar la defensa de la cosa juzgada para obstaculizar la persecución penal respecto de conductas como las aquí investigadas (...)”.

No obstante, como se trataba del delito de peculado (no catalogado como de lesa humanidad), la magistrada argumentó que “directa o indirectamente” se podía dar una grave violación a los derechos humanos. Para ello, sostuvo que al tratarse de una imputación vinculada con la deficiente o irregular actuación de un juez en el marco de un proceso al que le pudiera caber la calificación de lesa humanidad o de grave violación de derechos humanos, era necesario determinar, previamente, los alcances de ese reproche respecto del hecho principal. Ello, a fines de establecer si aquella calificación debía extenderse a la actuación del juez de la causa.

Entendió que resultaba prematuro descartar una posible vinculación entre los sucesos endilgados a Galeano y el delito principal, el que habría sido calificado como de lesa humanidad por el juez a cargo del caso y como un crimen de Estado por las querellas. Concluyó que la protección de la cosa juzgada cede ante principios reconocidos por la comunidad internacional vinculados a la protección de derechos humanos. Por lo tanto, estimó que era necesario esclarecer si alguno de los delitos imputados a Galeano podía quedar alcanzado por las excepciones que se han delineado por vía jurisprudencial, delitos cuyo juzgamiento no puede ser impedido por ningún obstáculo de derecho interno.

De forma similar, el Juez Riggi sostuvo que pese al especial valor del que gozan en materia penal la cosa juzgada y el NBI, no podía dejar de sopesar que tanto la Corte IDH como la CSJN habían reconocido excepciones específicas a la aplicación irrestricta de aquellos principios cuando se tratara de delitos calificados como de lesa humanidad o graves violaciones de derechos humanos.

De otro costado, y aquí la diferencia con los magistrados anteriores, el doctor Gemignani no hizo referencia a la categoría de delitos de lesa humanidad. Argumentó que las graves irregularidades procesales y sustantivas que concurrieron en el trámite del expediente invalidaban la decisión del sobreseimiento firme como obstructivo a la revisión de los hechos. Señaló que estas irregularidades habían consistido en el diletante proceder del instructor en relación con los planteos de competencia entre los juzgados, la omisión de ordenar y producir prueba dirimente solicitada por la fiscalía, la defectuosa valoración de la prueba efectivamente producida y los tiempos procesales desarrollados en orden a la resolución del sobreseimiento, entre otros.

Asimismo, resaltó que por mandato constitucional existe la obligación de afianzar la justicia, tal como lo establece el Preámbulo de la CN. En esta línea, afirmó que el art. 168 del Código Procesal Penal de la Nación (en adelante, CPPN) funcionaba como un “vehículo para la subsanación de defectos procesales” y que, la anulación del sobreseimiento dictado en la causa 3150/97, con fundamento en la denominada “cosa juzgada aparente o fraudulenta” era conforme a derecho. Incluso, expuso que conformaba “(...) una centralísima garantía del mantenimiento de las normas jurídico penales, que la revisión de las infracciones a las mismas se realice de manera no fraudulenta (...)”.

Es de destacar que, como consecuencia de la anulación del sobreseimiento firme, Galeano fue procesado. La defensa impugnó la decisión hasta llegar a la Corte Suprema, quien declaró inadmisible el recurso en los términos del art. 280 del CPCCN.2

De lo expuesto, surge que “Mazzeo” fue un fallo crucial para la evolución jurisprudencial, en lo que tuvo incidencia directa la Corte IDH. Así, determinó la imposibilidad de invocar la defensa de la cosa juzgada y el NBI ante crímenes de lesa humanidad. De esta forma, la Corte sentó las bases para el principal precedente sobre la cuestión en los tribunales inferiores, el caso “Galeano”.

Además, tal como surge de algunos precedentes posteriores, al tratar distintos casos en los que se había invocado el instituto de la cosa juzgada fraudulenta, se asignó un alcance mayor que el que surge de “Galeano”. Así, en el fallo “B. C. A. y otros s/recurso de casación” (Cámara Federal de Casación Penal, Sala VI, 2015), que involucraba el enjuiciamiento de varios funcionarios de la Universidad Nacional de Río Cuarto por el delito de estrago culposo agravado por la muerte de seis personas, ninguno de los jueces intervinientes hizo referencia a la necesidad de que se trate de delitos de lesa humanidad ni de grave violaciones a los derechos humanos.

Del mismo modo, en el caso “Freiler” (Cámara Criminal y Correccional Federal, Sala I, 2019), los jueces entendieron que, si se verifica una situación de extrema injusticia que consagre una solución repugnante al sentido común o a la equidad o un defecto verificable que por su relevancia se enfrente con el objetivo constitucional de afianzar la justicia, podría habilitarse la revisión de la cosa juzgada. Ello, con el objeto de priorizar la averiguación de la verdad, aun en supuestos que no se trate de delitos de lesa humanidad o de graves violaciones a los derechos humanos.





  1. Una aproximación doctrinaria sobre la cosa juzgada fraudulenta

Algunos selectos autores han desarrollado conceptual y normativamente el instituto de la cosa juzgada írrita. Esto es, identificaron sus elementos y las razones por las cuales debe operar en la práctica. En lo que sigue, expondré sucintamente sus ideas.

Cuando la doctrina habla de cosa juzgada fraudulenta habitualmente alude a casos de soborno o coacción a jueces o fiscales, o bien a casos en los que estos, con intención, fueron funcionales a tornar imposible la condena del acusado. 

Pérez Barberá (2021, pp. 3 y ss.) sostiene que el denominador común en estos supuestos es la concurrencia de los elementos que definen a la corrupción: la deslealtad, que implica que el corrupto viole deberes posicionales, ya sea que tenga la posición de funcionario público, deportista estrella o empresario, etc.; el abuso de poder, en el sentido específico de abusar de tal posición; y el beneficio ilegítimo

El autor remarca que son estos elementos los que deben estar presentes para que la cosa juzgada que favorece a quien fue imputado en un proceso penal pueda ser revisada. Debe tratarse de cosa juzgada corrupta, denominación que captura tanto la corrupción de funcionarios públicos como la de particulares. Y es corrupto tanto quien corrompe como el que es corrompido.

Sobre este punto, indica que las nociones “fraude” e “írrito”, denominaciones que suelen usarse para hacer alusión a estos supuestos,  no sirven para explicar los casos que deben estar abarcados por la cosa juzgada revisable.

En efecto, el fraude, en lo esencial, significa engaño, o trampa sin engaño, pero ninguno de estos reúne el componente de abuso de una posición de poder que exige la revisión de las absoluciones o sobreseimientos firmes. Así, recurre al hipotético caso en que un imputado, en un caso criminal común, socialmente desventajado pero perspicaz, logra engañar a jueces, fiscales e incluso a su abogado defensor. Sin embargo, explica que ello no significa abusar de una posición de poder, porque aquel simplemente no la tiene. Lo mismo cabe decir del tramposo.

Por lo tanto, admitir la revisión de sentencias firmes en caso de engaño o trampa, sería ir demasiado lejos. Si el éxito del que defrauda consiste en aprovecharse de los defectos del sistema o de los funcionarios que lo integran, ello no puede ser suficiente para reabrir una causa que hizo efecto de cosa juzgada. Una garantía como el NBI es un derecho constitucional de singular peso, por lo que su restricción solo puede estar justificada frente a situaciones especialmente graves. Por consiguiente, es necesario demostrar que el sistema estatal de persecución penal ha sido corrompido o usado corruptamente, aun con el conocimiento o colaboración de sus miembros, para lograr el beneficio ilegítimo que acá se exige.

Del mismo modo, tampoco es suficiente hablar de cosa juzgada írrita. Por írrito se entiende algo nulo o sin valor, pero es sabido que la revisión –por lo menos en su cometido central- no está prevista para sanear vicios formales de procedimiento. Está claro que un supuesto como el estudiado implicaría la nulidad del procedimiento que lo precedió, pero no por el mero hecho de haberse violado normas procesales (que sí es condición suficiente para declarar la nulidad), sino por las razones que motivaron su incumplimiento.

De lo que se trata, en definitiva, es de hacer lugar a situaciones en las que se obtuvo una ventaja ilícita por abusar de una posición de poder, es decir, por obtenerla por corrupción. El componente corrupto deja en claro que lo que se busca es impedir la impunidad del poderoso, no la de cualquier ciudadano común. Solo el poderoso tiene la capacidad de corromper y de ser corrompido, en tanto genera o se beneficia de un estado de cosas sumamente graves que permiten que una garantía como el NBI sea restringida.

La corrupción puede ser pública o privada. Es decir, puede ser que quienes obren corruptamente sean jueces, fiscales o integrantes de otros poderes del Estado. También ese obrar puede resultar de una posición de poder propia del ámbito privado que tenga aptitud para influir indebidamente en funcionarios judiciales; aquí lo que torna realmente grave el supuesto es que lo corrompido son instituciones y funcionarios públicos. En estos casos, aunque corrompa un particular, se corrompe al proceso penal y a quienes deben llevarlo a cabo. Obviamente, si encima quien corrompe es funcionario público, la situación es aún más gravosa.

La razón de la gravedad estriba en que la corrupción, cuando involucra lo público, significa algo más que deslealtad, abuso de poder y satisfacción de finalidades egoístas. Implica, del lado del corruptor y del corrompido, un completo desapego, incluso moral, del respeto que lo público debería representar en quienes ejercen cargos públicos. Sin perjuicio de que la corrupción vulnera ciertamente la igualdad y otros valores esenciales de una sociedad democrática como la nuestra.

Otro autor, Enrique Buteler (2020, pp. 293 y ss.) plantea la posibilidad de revisar pronunciamientos penales firmes en contra de acusados por delitos de corrupción, en aras de posibilitar su auténtica investigación. En esta línea, argumenta que una garantía como el NBI no puede ser invocada cuando se utiliza para otro fin que aquel para la que ha sido creada. Mucho menos si se busca su operatividad como una cláusula de impunidad. Siempre y cuando pueda demostrarse que el contenido del fallo es manifiestamente injusto y que su dictado proviene de un proceso fraudulento que benefició indebidamente a los denunciados o sospechados por esos delitos.

En esta línea, sostiene que, hasta tanto se produzca una reforma legislativa, debe habilitarse una vía que permita hacer justicia en estos casos. Estos fallos revisten una firmeza ritual y aparente, que proviene del incumplimiento de compromisos constitucionales y convencionales asumidos por nuestro país de investigar eficazmente la corrupción. Además, hay una evidente injusticia en la aplicación del derecho de fondo y procesal, en cuanto hay un trámite fraudulento, una voluntad viciada del tribunal, etc. En tal sentido, resalta la necesidad de salvaguardar la responsabilidad del Estado argentino ante los tribunales de derechos humanos, en tanto que está comprobada la relación que hay entre la gran corrupción y la afectación de los derechos humanos.

La selectividad es el más antiguo y quizás más grave de los problemas de la justicia. Mientras se tiende a respetar cada vez menos las garantías penales y procesales de los sectores más vulnerables de la sociedad, los corruptos se amparan en ellas para lograr su impunidad. Y lo hacen mediante su uso fraudulento y abusivo.

En ese sentido, señala que no alcanza pues con la manifiesta injusticia de lo resuelto por vicios intrínsecos del proceso advertido con posterioridad para reabrir un proceso, como sucede con el supuesto de una nueva sentencia contradictoria o el hallazgo de prueba nueva que habilita la revisión de una condena. Para el autor, hace falta, además, que se sume lo írrito o fraudulento, y esto ocurre en casos de prevaricato del juez, cohecho, violencia o maquinación fraudulenta, o bien ante investigaciones claramente ineficaces.

En ese contexto, destaca que los casos de macro corrupción o corrupción sistémica, en algunos casos llegan a niveles de complejas formas de captura del Estado, sus estructuras y desviación institucional hacia la delincuencia.

Es interesante advertir que Enrique Buteler admite que puede haber otras hipótesis en las que también concurra cosa juzgada fraudulenta. Pero considera que solo es conveniente habilitar la revisión cuando medien exigencias supralegales de investigación eficaz, de modo que admitirla en cualquier delito podría romper la excepcionalidad de la cosa juzgada y socavar su valor. En tanto, Pérez Barberá no limita su análisis a un objeto específico de aplicación, sino que considera el problema desde un lugar general; en tanto solo exige la corrupción de la cosa juzgada.

Por su parte, Morgenstern (2018, p. 189 y ss.) postula que la idea de aplicar la nulidad por cosa juzgada írrita suena particularmente fecunda en los sobreseimientos dictados en casos de corrupción pública o política. En sintonía con Buteler, explica que la corrupción solía estar reservada a los derechos internos, pero se regula a nivel regional a partir de la creación de la Convención Interamericana contra la Corrupción (en adelante, CICC). Resalta que este no es un instrumento ambiguo ni sutil al remarcar la responsabilidad de los estados miembros de la Organización de los Estados Americanos (OEA) para erradicar la impunidad y combatir la corrupción.

En este sentido, entiende que la corrupción subvierte los procesos institucionales y debe ser enfrentada desde el derecho penal. Alega que es imprescindible que los jueces reconozcan y actúen ante manipulaciones institucionales dirigidas a conseguir inmunidades en forma de sobreseimientos que adquieren firmeza. Integramos el sistema interamericano de derechos humanos y debemos investigar la ilegalidad del poder. Por eso, si se cree en el sistema de democracia republicana, y en que tiene que haber algún tipo de rendición de cuentas de los funcionarios públicos que cometieron hechos de corrupción, se impone la cosa juzgada írrita cuando existen sobreseimientos firmes fraudulentos.



IV.- Argumentos para justificar la no aplicación del ne bis in idem en casos de cosa juzgada fraudulenta


Según lo expuesto hasta el momento, hay un grupo de casos en que la aplicación del NBI no rige. Se trata de supuestos de cosa juzgada fraudulenta, que habilita la revisión de una sentencia firme exculpatoria en contra del imputado. Ahora, es importante mencionar los principales argumentos que se han esgrimido en la jurisprudencia (nacional y extranjera), para justificar que la garantía no rija en estos supuestos.

Siguiendo a Pérez Barberá (2021, p. 3 y ss.), identificaré tres de ellos, la inexistencia de riesgo de condena, la pérdida del derecho a reclamar o necesidad de tener “las manos limpias” y la inexistencia de juicio o proceso. Generalmente, se alude a ellos de forma indistinta, como si se tratara de un único argumento para derribar la garantía en cuestión, no obstante, como intentaré demostrar, se trata de justificaciones diferentes.


  1. Inexistencia de riesgo de condena

Para presentar este argumento, es conveniente tomar una interpretación contrario sensu del NBI. Según ella, este principio es una garantía que tiende a evitar que una persona sea sometida más de una vez al riesgo de ser condenada. La exposición a ese tipo de riesgo implicaría para el imputado tener que soportar molestias y costos de toda índole que el Estado estaría legitimado a ocasionar, pero solo una única vez.

Esta forma de razonar el NBI ha sido esgrimida, en gran parte, por la doctrina y jurisprudencia occidental para defender los intereses del imputado ante la posible revisión de una sentencia absolutoria firme. Particularmente, fue diseñada en el precedente “Green v. United State” por el juez Black de la Corte Suprema de Estados Unidos al justificar el doble jeopardy (garantía contra el doble juzgamiento). La idea central expuesta por este magistrado es que no debe permitirse que el Estado poderoso intente en numerosas oportunidades condenar a una persona restringiendo su autonomía y libertad. Según Black, la regla está diseñada para proteger al acusado frente a tres tipos de abusos: “1) Someterlo a vergüenza, gastos y ordalía, 2) obligándolo a vivir en un estado de ansiedad e inseguridad continua, 3) incrementando la posibilidad de que sea encontrado culpable aunque sea inocente” (Morgenstern, 2018, p. 26).

De forma similar, nuestra Corte utilizó este argumento en el célebre caso “Polak” (Corte Suprema de Justicia de la Nación, 1998) al sostener, como fundamento material de la garantía contra el múltiple juzgamiento:

No es posible permitir que el Estado, con todos sus recursos y poder, lleve a cabo esfuerzos repetidos para condenar a un individuo por un supuesto delito, sometiéndolo así́ a molestias, gastos y sufrimientos, y obligándolo a vivir en un continuo estado de ansiedad e inseguridad, y a aumentar, también, la posibilidad de que, aun siendo inocente, sea hallado culpable.   



En doctrina, Enrique Buteler (2020, p. 294 y ss.) es quien hace referencia en parte a este argumento cuando expone la necesidad de habilitar una vía para objetar las resoluciones dictadas en casos graves de corrupción. Ello, sostiene, en tanto “se trata de pronunciamientos que carecen del valor material de cosa juzgada al derivarse de procesos en los que nunca hubo un riesgo mínimo de condena que permita sustentar válidamente la operatividad de la garantía del ne bis in idem”.

Además, al explicar el alcance de la garantía en el ámbito local, este autor destaca que esta no solo veda la aplicación de una pena a un mismo autor por un mismo delito, sino que ni siquiera habilita una nueva persecución penal ante la “reiterada exposición al riesgo de que ello ocurra”. Pero, sostiene que las cosas cambian radicalmente en aquellos procesos en donde además de comprobarse la injusticia del fallo, se prueba la existencia de vicios de cosa juzgada fraudulenta o írrita, en tanto “ese riesgo nunca existió”. En estos casos, solo un ritualismo formal excesivo, propio del ius civile romano, podría mantener la idea de asignar a un fallo con semejantes vicios el valor material para prohibir la doble persecución penal que garantiza el NBI (Buteler, 2020, p. 307).

En su elaboración teórica, Morgenstern (2018, p. 33 y ss.), utiliza parcialmente esta idea bajo el título de riesgo efectivo, y recurre para su explicación al polémico caso estadounidense “Aleman”.3 En su propuesta, indica que es indistinto para la aplicación de la cosa juzgada írrita si el imputado participó o no en el fraude; no obstante, lo realmente importante es que en estos supuestos no hubo riesgo ni debido proceso.

Desde esta perspectiva, distingue entre imputación formal y riesgo efectivo, siendo este último el tradicionalmente asociado a una investigación penal imparcial y seria. Así, cuando el resultado de un proceso fue determinado (direccionado), no puede decirse que haya habido riesgo. Al respecto, el autor aclara que lo que describe la garantía del NBI es el riesgo tradicionalmente asociado a una persecución penal, de lo que se infiere que las protecciones absolutas que da la regla se disparan solamente cuando el acusado fue colocado en una posición de riesgo efectivo, no meramente formal.

Para ilustrar esta idea, señala que Harry Aleman no se puso nervioso cuando fue acusado de homicidio en 1977, pero

Aleman no se puso nervioso porque estaba todo arreglado con el juez y seguramente intuyó que su tío, el antiguo capomafia Joseph Ferriola, haría lo necesario para que él volviera a la calle, donde sus servicios eran valiosos. La cronología del proceso seguido contra Aleman indica que la posibilidad de que se dictara una condena no existió y sirve para demostrar que la sola ocupación formal del rol de acusado no coloca al individuo en una posición riesgosa. (Morgenstern, 2018, p. 33)

Se advierte, entonces, que el silogismo del paradigma del riesgo es que, cuando ese riesgo ha sido inexistente, la garantía no debe seguir funcionando. Esto es, cuando el imputado no atravesó el riesgo que verdaderamente conlleva un proceso penal, por estar el juicio arreglado, no habría atravesado tampoco los estados de ansiedad, vergüenza e intranquilidad que impedirían la múltiple persecución penal. A esta forma de presentar el problema se le contraponen algunas posiciones que podrían poner en jaque esta manera de argumentar.

Así, Rudstein, un reconocido doctrinario del sistema angloamericano, plantea el siguiente desafío:

(…) que el acusado u otra persona que buscó beneficiarlo hayan cometido un delito para inducir al juzgador a que falle a favor del acusado (...) no cambia el objetivo del procedimiento; y si bien el riesgo de que sea condenado es reducido, no queda eliminado porque durante el juicio el juez sobornado puede arrepentirse, devolver el dinero recibido y dictar una condena, o puede engañar al acusado y condenarlo quedándose con el dinero de la coima. (Rudstein, como se citó en Morgenstern, 2018, pp. 54-55) 

Entonces, siguiendo al expositor extranjero, si un individuo es lo suficientemente inescrupuloso como para aceptar un soborno, por qué no lo sería como para engañar a quien le entregó el cohecho (coimeó) e incumplir con lo acordado. El riesgo, aunque reducido, subsistirá y el NBI sería aplicable porque el acusado sufrió los traumas propios de la imputación penal.

En idéntica línea, se ha dicho que en casos de manejos corruptos de un procedimiento penal, con el fin de lograr el sobreseimiento o absolución del acusado, este igualmente puede correr un riesgo real de condena, o por lo menos experimentar la angustia de no saber si estas maniobras tendrán éxito (Pérez Barberá, 2021, p. 7).

Por su parte, Morgenstern (2018, pp. 27-29) llama a esta tesis “argumento antiacoso” y lo refuta bajo el entendimiento de que, si bien despierta una especie de respuesta emotiva, una postura basada en los sentimiento y padecimientos del acusado es encomiable pero errónea. Sostiene que “el Derecho penal protege ciertos intereses centrales para la sociedad y representa el vehículo para que los ciudadanos sean llamados a responder por sus comportamientos”. Por una parte, reconoce los trastornos que genera un proceso penal en el imputado, en tanto la referencia a la angustia que supone un procedimiento penal puede valer en términos generales, pero si la revisión se admite en casos excepcionales y de modo restrictivo, es el precio que hay que pagar para que se desarrollen verdaderos juicios.

De este modo, reflexiona en torno a que la equivocación reside en suponer automáticamente que más de un juicio equivale a hostigar y perseguir a un acusado, lo que seguramente conlleva estas consecuencias si se realiza un segundo juicio. Concluye que estos costos son inaceptables solo cuando en el primer proceso hubo riesgo procesal y se produjo un resultado válido.

Finalmente, Pérez Barberá (2021, p. 7), alineándose con Rudstein, señala que lo que estas objeciones muestran es que la inexistencia de riesgo real de condena en estos supuestos es simplemente una posibilidad, un hecho contingente. Por lo tanto, una condición empírica como esta no puede ser necesaria para que esté justificado iniciar un nuevo juicio o proceso. En efecto, el nuevo juicio estaría también justificado si se demostrara que el imputado sufrió algún riesgo real de condena, aún durante la mayor parte de la tramitación del proceso. Para una mejor comprensión, propone el hipotético caso en donde todo fue impoluto en un principio, pero se pagó un soborno a último momento al juez antes de que dictara sentencia.

Concluye así, que este argumento es infrainclusivo, en tanto el sometimiento a un nuevo proceso penal no puede condicionarse a lo que le “pasa al imputado”, y mucho menos basarse en lo que este siente.       

 

2.     Pérdida del derecho a reclamar. Necesidad de tener “las manos limpias”

También las discusiones sobre cosa juzgada fraudulenta han llevado a prestar una especial atención a la intervención de la persona imputada en estos procesos. Desde esta perspectiva, el acusado que se valió de medios corruptos para obtener una absolución, o intervino de alguna manera fraudulenta para obtenerla, no puede ser beneficiado por su propia corrupción o la de terceros, operada para él. En otras palabras, carece de legitimidad para reclamar la protección del NBI la persona que se coloca ella misma en tal situación (Bazet Viñas, Brusau, Buigo, Buosi, Castro Díaz, Gullco, Larsen, Lotito, Matalone, Orsetti, Pastoriza, Polak, Ramos, Seoane Arceo, Sircovich, Veleda, Vernazza Newton, 2021, p. 181).

La idea es conocida entre los juristas y consiste en que a nadie debe permitírsele obtener provecho de su propio fraude o ilícito. Así, quien empleó medios delictivos para lograr su absolución habría cedido su derecho a alegar la garantía de la cosa juzgada en el próximo juicio.

Morgenstern (2018, p. 43 y ss.) resalta este argumento cuando recurre a la doctrina anglosajona del autor Ori Herstein llamada “la defensa de manos limpias” (clean hands defense). Explica el autor argentino que esta posición encarna el espíritu retributivo que expresa la intuición moral según la que el criminal no está en una posición tal como para culpar, condenar o reclamar, debiéndosele negar la posibilidad de alegar un derecho en tales circunstancias. 

En este sentido, señala que la conducta previa del acusado responsable por una conducta fraudulenta suya o de su entorno le crea inhabilidad para quejarse por un nuevo enjuiciamiento. Ello, en tanto los tribunales son cortes de justicia, y los jueces no pueden dejar pasar situaciones que pongan en peligro los valores normativos centrales del sistema legal y atenten contra la integridad institucional.

Este argumento apunta a que el acusado actúe sin fraude y engaño en el proceso original, y a que los jueces no sean cómplices o encubridores de fraudes cometidos por las partes. Esta posición tiende a proteger la integridad de los tribunales y del proceso judicial. No obstante, considera el autor de mención que si bien no puede haber insensibilidad a la intervención del acusado con el fraude que contaminó el proceso, su conocimiento o participación no debe ser determinante. En tal sentido, la participación del imputado en el fraude más bien debe funcionar como una agravante para declarar el carácter írrito del pronunciamiento.

Por otra parte, si bien los límites impuestos por la CSJN no han sido precisos, a partir del fallo “Mattei”4 (1948), el máximo tribunal se ha mostrado expresamente sensible a la participación del imputado en el fraude. Al respecto, en este caso, sostuvo la necesidad de que la persona acusada no haya sido responsable de la inobservancia de las formas esenciales del juicio y que las causas que determinen la reapertura del proceso no le sean atribuibles.

Del mismo modo, en “Polak”, también se advierte algún resabio sobre la importancia de la intervención de la parte imputada en el proceso. Así, en el considerando 13, la CSJN sostuvo:        

Que tales principios... obstan a la posibilidad de retrogradación del proceso, son aplicables en la medida en que, además de haberse observado las formas esenciales del juicio, la nulidad declarada no sea consecuencia de una conducta atribuible al procesado, por lo que corresponde valorar si en el sub lite, la decisión adoptada por el a quo ha ocurrido sin falta de aquel (...). 



En pocas palabras, en los casos en que el imputado conoció o participó de las maniobras que llevaron al dictado de la sentencia fraudulenta en su favor, no puede pretender lograr resultar beneficiado posteriormente. Es decir, “no tiene derecho a reclamarle al Estado que no lo agreda”. Es similar el argumento que se utiliza en la lógica de la legítima defensa (si te agredí de forma ilegítima, estoy obligado a tolerar la agresión), y del enriquecimiento sin causa (Pérez Barberá, 2021, p. 7).

Ahora bien, es verdad que existen buenas razones para sostener que la cosa juzgada fraudulenta debe ser sensible a la intervención de la persona acusada. También es cierto que hay algo contraintuitivo en no marcar diferencias frente a personas acusadas que intervinieron y aquellas que no lo hicieron. No obstante, este argumento también presenta algunos puntos débiles dignos de marcar.

En su favor entonces, existe una razón normativa. Se trata del principio según el cual nadie puede beneficiarse de sus actos ilícitos. Sin embargo, esta razón no está presente en los casos en que la persona sometida a proceso no intervino en el fraude, sino que se benefició por un fraude pergeñado por terceros. Pese a esta falta de intervención directa del acusado, nadie dudaría en que aún existen razones de peso para que esté justificada la anulación del proceso y la realización de un nuevo juicio. 

De nuevo, para Pérez Barberá (2021, p. y ss.), el argumento es infrainclusivo, porque se trata de una circunstancia meramente contingente, en el sentido de que es habitual la participación del imputado en el proceso fraudulento, pero no es imprescindible.5 Si la cuestión dependiera de lo que tiene derecho a reclamar el imputado absuelto, en el caso hipotético de que un tercero lo haya beneficiado sin siquiera este saberlo, tendría derecho a exigir que no se inicie un nuevo proceso, porque él no fue corrupto.

En la misma sintonía que la objeción a la inexistencia de riesgo, que esté justificado o no iniciar un nuevo proceso penal en contra del imputado absuelto, no puede depender, o por lo menos no de forma decisiva, de circunstancias vinculadas únicamente a la actitud, conocimiento o actos del imputado.

Por su parte, para Morgenstern (2018, p. 43), el argumento presenta dificultades de tipo pragmáticas, que si bien no considera determinantes, vale la pena destacar. En esta inteligencia, entiende que sería cínico sostener que el imputado debe ser protegido frente a todo nuevo intento de persecución penal a menos que haya sido responsable del “control total” de un proceso subvertido mediante fraude. Ello, porque es demasiado fácil subvertir un proceso sin la intervención directa del acusado y la autoría mediata en estos supuestos es difícil de probar.  


3.     Inexistencia de juicio o proceso

Por último, resta analizar la perspectiva de la inexistencia de juicio o proceso, que básicamente y con algunos matices de las ideas anteriores recepta sustancialmente la CSJN y la Corte IDH.6 Según este argumento, los procesos penales que culminan con absoluciones fraudulentas no son procesos genuinos, sino un remedo de procedimiento, una farsa.

Así, al entender que no ha habido un proceso o juicio, no puede decirse que ha tenido lugar una primera persecución penal contra el absuelto, y el nuevo juicio, sería entonces el primero. Por tales razones, al no haber un primero proceso, no rige el NBI, cuya aplicación exige un proceso anterior, que aquí es negado (Pérez Barberá, 2021, p. 7).  

Cabe destacar que esta posición fue concebida en el precedente nacional argentino “Campbell Davison”7 (Corte Suprema de Justicia de la Nación, 1971), al cual también refiere “Mazzeo” en sus argumentos a fin de sostener que no puede hablarse de cosa juzgada ni de sentencia cuando no ha habido un auténtico y verdadero proceso judicial.

En lo que respecta a la doctrina, Enrique Buteler, adhiere parcialmente a esta idea cuando sostiene que la garantía del NBI no concurre en los casos de cosa juzgada fraudulenta porque “ese primer procedimiento no es tal”. El juicio aparente y formal que benefició injustamente al imputado tiene una validez meramente formal y no puede contar como un precedente válido para sostener que el proceso que ahora se le sigue, sea un segundo proceso (Buteler, 2020, pp. 310-311).

Esta alternativa de argumentación podría también incluirse en la “posición de la excepción”, razonamiento jurídico que se traduce en que los casos de cosa juzgada fraudulenta no afectan el NBI porque, en rigor, se trata de casos no abarcados por la regla. Así, no es necesario ponderar el NBI con otros intereses, públicos o individuales, porque no estamos desplazando la regla sino que el caso no está abarcado por la prohibición.8

Ahora bien, a pesar de ser la doctrina más recurrente en la alta jurisprudencia nacional y regional, Pérez Barberá (2021, p. 7) advierte una objeción, sin dudas, evidente: el hecho de que haya existido un juicio fraudulento no significa que este sea inexistente;

Negar que haya habido un proceso cuando este ha sido corrupto significa caer en la falacia de la barrera definicional. Esta falacia se caracteriza por considerar que una determinada condición es relevante para la definición de una práctica, cuando en realidad lo es para su justificación. Un proceso penal corrupto es un proceso, solo que es un proceso ilegítimo y, por eso, no justificable.     

De esta forma, señala que, caer en esta falacia, es producto de la pereza argumental. Juicios o procesos corruptos son, evidentemente, juicios.



V.- Toma de posición

Lo primero que quiero destacar es que el instituto de la cosa juzgada fraudulenta debe comprender aquellas situaciones en las que se obtuvo un sobreseimiento o absolución a merced de corrupción. Lo que se corrompe, en definitiva, es el proceso penal, única circunstancia extremadamente grave como para admitir la revisión de una sentencia firme en contra del imputado.

Como señalé, lo corrompido en un debido proceso penal son instituciones y funcionarios públicos (aunque corrompa un particular). Se trata de impedir la impunidad del poderoso, no de cualquier persona sometida a un proceso penal.

Es común recurrir al esquema descriptivo de Jakobs cuando se quiere demostrar que aún en culturas jurídicas liberales para algunos grupos específicos de personas se respeten menos las garantías procesales. En esos casos decimos que hay un Derecho Penal del enemigo. Este esquema descriptivo marca dos tendencias en las regulaciones sustanciales y procesales: el trato con el ciudadano y el trato con el enemigo. En estos casos de corrupción del proceso penal, habría que agregar una tercera, la del Derecho penal del amigo, cuando se le otorga al imputado un trato amable maquillado de instancia judicial (Jackobs, 2017, como se citó en Morgenstern, 2018, p. 194).

Previo a fijar una posición respecto a los argumentos que justifican la exclusión de absoluciones y sobreseimientos obtenidos de forma corrupta, haré algunas consideraciones que estimo pertinentes.

En cuanto al paradigma del riesgo, que hace fincar la fuerza de la garantía del NBI en el riesgo a la exposición penal, no hay nada nuevo al decir que el sometimiento a un proceso penal genera una situación estresante que puede afectar al individuo de forma física y psíquica, y de la misma forma a su entorno. En efecto, en los procedimientos penales se intervienen los derechos básicos de una persona, y es tan fuerte el poder penal del Estado que suena congruente con un sistema penal respetuoso de las garantías individuales que un ciudadano no pueda estar sometido a esa amenaza dentro de un Estado de derecho durante tiempo indeterminado.

También parece evidente que a una sociedad como la nuestra le parecería, por lo menos injusto, que alguien que no atravesó por estos pesares sea beneficiado luego con la garantía del NBI. En este sentido, las críticas esbozadas por Pérez Barberá y Morgenstern parecen apropiadas para descartar el argumento del riesgo como el mejor o más plausible para justificar la cosa juzgada fraudulenta. Si bien comparto la idea postulada por estos autores, en tanto que una revisión penal contra el acusado no puede basarse en lo “que le pasa o siente el imputado”, considero que la discusión debe hilar aún más fino. Así, me atrevo a decir que ningún autor distingue de manera clara si el riesgo de condena debió haber sido objetivo –el imputado no corrió ese riesgo- o subjetivo –el imputado supo que no corrió ese riesgo.

Del mismo modo, hay idénticas razones para no utilizar con el peso argumental que pretende dar la jurisprudencia y la doctrina a la tesis de “premiar demasiado a quien no se lo merece”. La idea de Pérez Barberá y Morgenstern parece plausible en cuanto a que la responsabilidad del imputado no debe ser una condición sine qua non de la aplicación del instituto de la cosa juzgada fraudulenta. Nada impide, a mi criterio, que sea un dato útil para facilitar la declaración fraudulenta de la sentencia.

Finalmente, respecto al tercer argumento, parece razonable la crítica esbozada por Pérez Barberá consistente en que sostener que no se está ante un verdadero proceso, es “demasiado cómodo, casi como esconder la basura bajo la alfombra”. En primer lugar, un juicio fraudulento es un juicio, y “habrá que considerarlos existentes, porque existieron, hacerse cargo de que algo así haya podido llegar a suceder en un estado de derecho”, y buscar los medios constitucionales válidos para que sean neutralizadas las consecuencias que se derivan de un hecho de tal envergadura.

En definitiva, una garantía como el NBI no puede ceder ante cuestiones contingentes como el riesgo efectivamente sufrido o percibido por el imputado, o en su intervención en la consagración de la absolución fraudulenta. La legitimidad es una cualidad poseída por las autoridades, las leyes o instituciones que llevan a otros a sentirse obligados o aceptar sus directivas. Los procedimientos judiciales son legítimos cuando son neutrales, precisos, consistentes, confiables y justos, cuando suministran oportunidades para corregir errores y las autoridades actúan con imparcialidad, honestidad, transparencia y equidad.

La restricción del NBI solo puede ser legítima si se reconoce que el juicio anterior no es válido, pero no porque no haya corrido riesgo el imputado, o haya participado en la obtención de su absolución falsa, o bien porque el juicio no haya existido; sino porque un proceso así, es tan gravemente ilegítimo que atenta contra nuestro sistema democrático republicano. Este es, sencillamente, la principal razón que debe justificar la revisión de sentencias firmes fraudulentas en perjuicio del imputado (Pérez Barberá, 2021, p. 8).

Un argumento adicional se encuentra en la necesidad de éxito del derecho como mecanismo para dirigir la conducta de sus destinatarios. En este marco, una de las funciones principales del derecho consiste en dirigir la conducta de sus destinatarios, por lo que se supone que la función del legislador es la dictar normas jurídicas prescriptivas a fin de que aquellos realicen o se abstengan de realizar determinadas conductas. A efectos de motivar esa conducta, el legislador suele añadir la amenaza de una sanción. Como sabemos, para que ello resulte efectivo, los sistemas jurídicos prevén la existencia de órganos específicos, jueces y tribunales, cuya función primordial es determinar que esos hechos a los cuales se los vincula una sanción, ocurrieron, y lógicamente la imposición de las consecuencias jurídicas previstas por el propio derecho (Ferrer Beltrán, 2007, pp. 29-30).

En efecto, existe una vinculación visible entre las conductas de los miembros de la sociedad y la probabilidad de ser sancionado. Si el proceso penal cumple con la función de determinar la verdad de las proposiciones referidas a los hechos probados, podrá el derecho tener éxito como mecanismo para dirigir la conducta de sus destinatarios. En otras palabras, solo podrá influirse sobre hombres y mujeres si, efectivamente, el proceso cumple la función de averiguar quién infringió la norma y le aplica la sanción prevista (Ferrer Beltrán, 2007, pp. 29-30).



VI.- Conclusión

En un primer momento, intenté dejar en claro que siempre existe la posibilidad de que se registren errores en las premisas que sostienen las decisiones judiciales, lo que habilita a controlarlas de forma racional a través de los recursos que proporciona el proceso penal. Sin embargo, indiqué que también es valioso para el proceso que las decisiones adquieran firmeza y pongan fin a los pleitos judiciales. Es por ello que mi análisis inició dando cuenta de la importancia de la garantía de la cosa juzgada, aún frente a la falibilidad que las mismas presentan.

Señalé luego que, excepcionalmente, existe la posibilidad de controlar estas decisiones firmes, pero solo en aquellos casos en que ese control tiende a favorecer al condenado. Desarrollé que ciertas decisiones judiciales dieron lugar al debate en la doctrina sobre la revisión de decisiones firmes cuando estas absuelven o sobreseen a una persona, en casos por el cual se llegó a esa decisión estuvo contaminado por serios defectos, lo que fue identificado como cosa juzgada fraudulenta.

A la vez, reseñé que el debate se generó, principalmente, porque esta posibilidad de revisar este tipo de resoluciones colisiona contra la máxima constitucional que prohíbe la múltiple persecución penal, el NBI, garantía de seguridad individual para el imputado. Por tales motivos, tanto la doctrina como la jurisprudencia debieron justificar mediante variados argumentos las razones por las cuales esta garantía no debía regir en los casos de cosa juzgada fraudulenta. En efecto, creo haber demostrado cual es el estado actual de la discusión.

Ahora bien, el estudio del tema me llevó a advertir que los únicos casos que deberían poder ser revisados en perjuicio del imputado absuelto, son aquellos que resultan de un proceso penal corrupto. Asimismo, advertí que los argumentos que han brindado la jurisprudencia y la doctrina para ello presentan defectos que son dignos de considerar si se los analiza detalladamente.

En este proceso de pensar los argumentos judiciales y académicos para desincriminar a personas juzgadas en juicios corruptos, considero que la valoración correcta debe orientarse a la legitimidad del proceso penal y, adicionalmente, al éxito del derecho penal.

En este sentido, espero haber contribuido a un debate más profundo de la cosa juzgada fraudulenta, sin dejar de reconocer que el análisis de un tema poco explorado como el del presente trabajo implica asumir riesgos, en tanto es difícil llegar a conclusiones exhaustivas.


Referencias bibliográficas

Arocena, G. A., Balcarce, F. I. (2006). La revisión en materia procesal penal. Mediterránea.

Ferrer Beltrán, J. (2007). La valoración racional de la prueba. Marcial Pons.

Maier, J. B. J. (2016). Derecho procesal penal. Tomo I. Ad-Hoc.

Morgenstern, F. (2018). Cosa juzgada fraudulenta. Un ensayo sobre la cosa juzgada írrita. IbdeF.

Pérez Barberá, G. E. (2021). Revisión de la cosa juzgada corrupta “contra reo”. Revista Temas de Derecho Penal y Procesal Penal.


Jurisprudencia


Corte Suprema de Justicia de la Nación, “Mazzeo Julio Lilo s/rec. casación”, Fallos 330:3248 (2007).

Corte Suprema de Justicia de la Nación, “Polak, Federico s/viol. Deberes de funcionario público”, Fallos 321:2826 (1998).

Corte Suprema de Justicia de la Nación, “Mattei Ángel s/recurso de hecho”, Fallos 272:188 (1968).

Corte Suprema de Justicia de la Nación, “Campbell Davidson J.C. c/ Provincia de Buenos Aires”, Fallos 279:54 (1971).

Corte Interamericana de Derechos Humanos, “Almonacid Arellano vs. Chile”, (2006).

Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal Correccional, Sala II, “Galeano, Juan J. s/recurso de casación”, causa 8987 (2013).

Cámara Federal de Casación Penal, Sala IV, “B. C. A. y otros s/rec. casación”, (2015).

Cámara Criminal y Correccional Federal, Sala I, causa CFP 9126/15/CA5, “Freiler, Eduardo R. s/apelación contra reapertura” (2019).









1 En aquella causa penal, el juez Juan José Galeano había sido acusado de haber cometido el delito de peculado. El hecho estaba fuertemente vinculado con la causa principal en la que se investigaba el atentado contra la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) ocurrido el 18 de julio de 1994. Concretamente, la conducta que se le endilgaba consistía en haberle pagado 400.000 pesos argentinos, provenientes de los fondos de la Secretaría de Inteligencia del Estado, a Carlos Alberto Telleldín, mientras se encontraba detenido a disposición de un Juzgado Nacional, con el fin de que este ampliara su declaración indagatoria y aportara una nueva versión de su testimonio -convenido previamente con el magistrado- acerca del destino que Telleldín le había dado a la camioneta que habría sido utilizada en el ataque a la sede de la AMIA (Bazet Viñas, Brusau, Buigo, Buosi, Castro Díaz, Gullco, Larsen, Lotito, Matalone, Orsetti, Pastoriza, Polak, Ramos, Seoane Arceo, Sircovich, Veleda, Vernazza Newton, 2021, p. 149).

2 El art. 280 del CPCCN, 2° párrafo, reza: “La Corte, según su sana discreción, y con la sola invocación de esta norma, podrá rechazar el recurso extraordinario, por falta de agravio federal suficiente o cuando las cuestiones planteadas resultaren insustanciales o carentes de trascendencia”. Morgenstern (2018, p. 138) explica que a través del uso de este artículo se buscó darle a la CSJN una herramienta legal para prescindir del examen de asuntos sin relevancia social, económica, etc., o importancia institucional. No obstante, no considera que esto haya sido lo que pasó en “Galeano”, sino que los jueces de la Corte estimaron que el tema no estaba lo suficientemente maduro o decantado como para pronunciarse. Señala que, si bien el rechazo no tiene eficacia vinculante en sentido estricto, sostener que lo resuelto no es un indicio sobre la aplicación de la cosa juzgada írrita es una lectura demasiado ingenua. Ello, porque entiende que la Corte, cuando está en desacuerdo con una sentencia en un tema tan importante “no emite un 280”. En tal sentido, afirma que implícitamente la Corte convalidó la cosa juzgada fraudulenta.

3 Harry Aleman era un famoso sicario de la mafia de Chicago (EEUU) en los años 70, que fue absuelto del homicidio del que fue acusado en 1977. En 1998, la Corte Federal de Apelaciones del 7° Circuito del estado de Illinois declaró la nulidad de dicho proceso judicial por haberse demostrado que el abogado defensor había sobornado, a pedido del imputado, al juez interviniente para lograr su absolución. Un gran jurado llevó adelante una segunda acusación contra Aleman luego de que las pruebas del soborno salieran a la luz. En consecuencia, fue condenado por el asesinato de William Logan. Aleman apeló tal decisión utilizando el argumento del doublé jeopardy, no obstante la corte de apelaciones rechazó el planteo. Para ello, sostuvo que la protección de dicha cláusula solo alcanzaba a un acusado que alguna vez hubiese estado en peligro de ser condenado por un cargo determinado. Afirmaron que al sobornar al juez, Aleman creó una situación que lo había liberado de todo peligro en su primer juicio. Como conclusión, el Tribunal del 7° Circuito sentenció que el juicio era nulo, ya que el acusado nunca había estado realmente en riesgo de ser condenado (Morgenstern, 2018, p. 33).

4 En el considerando 15, la Corte sostuvo: El derecho a un juicio razonablemente rápido se frustraría si se aceptara que, cumplidas las etapas esenciales del juicio y cuando no falta más que el veredicto definitivo, es posible anular lo actuado en razón de no haberse reunido pruebas de cargo, cuya omisión solo cabría imputar a los encargados de producirlas, pero no por cierto al acusado. Todo ello con perjuicio para este en cuanto, sin falta de su parte, lo obliga a soportar todas las penosas contingencias propias de un juicio criminal, inclusive la prolongación de la prisión preventiva; y con desmedro, a la vez, del fundamento garantizador –como tal de raigambre constitucional- que ha inspirado la consagración legislativa de ciertos pilares básicos del procedimiento penal vinculados con el problema en debate, cuales son el ne bis in idem (…).

5 El autor se vale del siguiente caso hipotético: “(...) el hijo de un abogado influyente, millonario y aspirante a ocupar un cargo político muy importante, es acusado (con justicia, porque cometió el hecho) del homicidio imprudente de una persona. El joven, un estudiante de arquitectura, está tan angustiado y arrepentido que ve en el castigo penal una forma de redención, confiesa el hecho ante el juez y quiere que lo condenen. Su padre, sin embargo, entiende que esto afectará seriamente su carrera política, y sin que sepa nada al respecto soborna al jue para que invente una nulidad insalvable y lo sobresea, cosa que el juez hace; después, el padre soborna al fiscal para que no apele, el fiscal cumple y el sobreseimiento queda firme (...)”.

6 Vid. apartado III. 1. de este trabajo donde se exponen los argumentos utilizados en los fallos “Mazzeo”, y “Galeano”.

7 Si bien se trata de un fallo en materia civil, allí la Corte comenzó a delinear los alcances para la aplicación de la cosa juzgada fraudulenta en dicha rama. Sostuvo que eran revisables las sentencias fraudulentas o aquellas dictadas por cohecho, violencia u otra maquinación y el hecho de admitir la cosa juzgada dentro del régimen jurídico “(…) no significa que no pueda condicionarse su reconocimiento a la inexistencia de dolo en la causa en la que se ha expedido la sentencia”.

8 Según Morgenstern (2018, pp. 85-86) una excepción es una cualificación a una regla y se coloca por fuera de ella. Por eso, una cualificación incluida en un enunciado no es precisamente una excepción. En la regla fijada en un cartel en una puerta que dice: “No entre salvo que sea personal autorizado, personal autorizado no es una excepción, pero sí lo es “salvo que alguien esté teniendo un ataque cardiaco y Ud. sea un doctor”. No es igual cuando el juez admite una excepción novedosa a una regla (allí se da una redefinición de la regla) que cuando identifica una condición de una regla ya articulada que fue previamente aceptada como parte de la regla, lo cual sucede en la cosa juzgada írrita de los sobreseimientos fraudulentos firmes.

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